miércoles, 8 de junio de 2011

Cap 1. Si te juntas con demonios te convertirás en uno.

 Creo que ya siendo hora de que comience a contar la historia de mi vida. No es una historia ni alegre ni triste, y de su final podría decirse prácticamente lo mismo. Está llena de penas, de alegrías, de logros, de fracasos y de dolor, como cualquier otra vida humana. Pero a esa vida se le puede añadir una pizca de algo que no tienen otras vidas humanas, y eso no es más que la posibilidad de lo imposible, de superar límites prohibidos.
 Su final tampoco es alegre ni triste. Simplemente fue así, tal como debió suceder, como resultado de los errores que cometimos todos.
 Me presento, mi nombre es Dayana Castillo Dalma, tengo setenta y siete años y estoy escribiendo esto en una pequeña alcoba que parece una celda de oro, con un camisón y una pluma sujetada por una mano que antes fue blanca y  elegante.
 Nací en un pequeño pueblecito muy alejado de aquí, que se halla en un lugar que aparece en los libros que leía mi nietecita cuando era pequeña. Era un lugar en el que nunca pasaba nada, en el que todos nacían, crecían, y cumplían con todo aquello que les había asignado la vida sin protestas ni llantos.
 Era un lugar soleado, en el que casi nunca llovía y en el que la magia estaba en su lugar. Nosotros éramos una familia de sangre limpia de clase media. Bueno, clase media entre comillas, porque no teníamos mucho. Lo que nos diferenciaba de las clases bajas era que poseíamos lo necesario para sobrevivir sin pasar miserias, íbamos limpios y teníamos un poco de educación, y teníamos de vez en cuando algunos vestidos bonitos, como la mayoría de la gente que vivía en semejante lugar.   Y eso porque éramos sangre limpia. La magia la aprendimos en casa, de la mano de nuestro padre.
 Vivía con mis padres, mis cinco hermanas y mi hermano Salomón. Mis cinco hermanas eran todas tan parecidas de carácter que a veces me costaba distinguirlas, a pesar de que todas y cada una de ellas tenía un aspecto bien distinto. Todas eran frívolas, pero tenían un carácter tan alegre como el de mi madre, lo que les hacía a veces caer en el chismorreo, cosa que yo odiaba.
 Mi madre era como mis hermanas, alegre y frívola, pero de buen corazón. Procuraba que viviésemos lo mejor posible y hacía todo lo que le decía mi padre, era como su perrito faldero. Y con más gusto que lo hacía, debido al carácter de mi padre.
 Porque mi padre…era un hombre muy sencillo y de muy buen corazón, que no le pedía a la vida nada más que salud, alegrías y una buena vida en la que la mala suerte no nos tocase, cosa que no había hecho jamás, al menos durante mis primeros años.
  Y por último estaba mi hermano Samuel, a quién yo adoraba. Era el único miembro de mi familia a quién quería de verdad, lo adoraba, era casi como un ser humano ideal para mí. Un muchacho que me protegía como a una reina y que quería ser grande. Lo que más ambicionaba en esta vida era ser pianista, pero nadie en mi familia quería que lo fuera. Era un muchacho inteligente, y querían que fuese un gran soldado… y podría haberlo sido, pero nunca tuvo talento para ello. En nuestra estirpe se consideraba un deshonor su sueño, para los Slyhterin eso era algo que no podía tolerarse, sin duda alguna.
 Pero era un buen pianista, tocaba de maravilla, mucho mejor que mis hermanas y que yo misma, a pesar de que a mí me gustaba mucho también. Tocaba de un modo magistral, era increíble lo mucho que podían transmitir sus piezas, eran mágicas…
 A veces pienso todavía que su magia fluía por sus dedos en esas melodías, y eso lo hacía todavía más hermoso. A veces tocaba con él a escondidas, y ambos pasábamos unos ratos maravillosos. Esos eran sin duda los mejores de mi infancia y mi adolescencia allí.  Eso, y mi otro secreto, aquel amanecer secreto…
   Mi hermano sabría que no podría cumplir su sueño, pero en el fondo de su corazón aún guardaba esperanzas. Y me decía que mientras pudiese tocar de vez en cuando sería feliz, a pesar de tener que seguir el destino marcado por la familia.
 ¿Y yo? Yo no me parecía demasiado al resto de la familia, me parecía mucho físicamente a mi madre, por la figura, el rostro y el pelo, de mi padre tenía la blancura de la piel y los ojos. Por lo demás, nada, aparte de esa ambición que compartía con mi hermano, ese mal sabor de boca que no me dejaba sentirme a gusto en esa vida. Ambicionaba algo más. Deseaba poder, y en mi corazón albergaba las esperanzas de conseguirlo, a pesar de sentirme atrapada.
 Pero mi vida siguió su curso en la más absoluta rutina durante muchos años, desde el día en el que nací hasta que cumplí los dieciséis años. Entonces fue cuando todo comenzó a cambiar para siempre.
 El día de la llegada del primo Darren. Un muchacho muy hermoso, de pelo rubio ceniza y ojos pícaros que encandilaban a todo el mundo, lo quisiera o no. Llegó para quedarse con nosotros durante varios días, en la parada que hacía para un viaje secreto del que no nos quiso dar detalle alguno, por mucho que le insistimos. Mis hermanas y mi madre se quedaron con una intriga insatisfecha durante los cinco días siguientes, y yo también.
  Revolucionó nuestro hogar, todo giraba alrededor de él. Mis hermanas y mi madre se afanaban a su alrededor para cumplir cada uno de sus deseos, y mi padre y mi hermano salían a menudo a cazar con él, o a charlar de todos aquellos temas que son propios de los hombres.
 A mí me trataba con mucha delicadeza, ya que me temía por la más inteligente de todas, tal como me dijo muchas veces. Eso me halagaba, y a menudo hacía que me sonrojara, incluso más que cuando me decían que era hermosa. Eso me lo decían muy a menudo, aunque yo no me veía demasiado bella. Pero lo era. Mi piel blanca, mi cabello de fuego y mi figura elegante eran bastante atractivos por aquella época.
    Durante varias semanas siguieron aquellos días, hasta que Darren planeó algo con Salomón. Algo de lo que a mí me hubiese gustado mucho enterarme.
  Supe que tramaban algo cuando el carácter de Salomón cambió. Se volvió frío y distante conmigo y con el resto de la familia, no hacía más que escaparse con Darren a lugares en los que planeaban cosas que no eran nada buenas. Lo supe porque a menudo oía retazos de sus conversaciones, cuando ambos regresaban a altas horas de la noche.
 Tenían un plan. E iban a ponerlo en práctica muy pronto.
  Quise preguntarle muchas veces acerca de aquello, pero me contuve. Yo era una mujer, eso no era asunto mío,  mi hermano ya estaba crecidito, así que debía permitir que hiciese lo que quería con su vida.
 Y efectivamente eso hice. Pero desgraciadamente me arrepentiría de ello más tarde.
 Una noche me desperté escuchando las melodías de piano de mi hermano. Era una melodía distinta a los demás, con un tono apagado, más triste pero al mismo tiempo poderoso. Algo le pasaba. Me asomé por la ventana para verle tocar, y allí estaba. Pero no estaba sólo.
 Y no, Darren tampoco estaba allí, porque mi primo roncaba en la habitación de al lado.
 Estaba acompañado de una mujer que llevaba una hermosa capucha negra y dorada, y un símbolo que no olvidé jamás durante el resto de mi vida, porque lo vería más veces.
 Tenía apoyada una mano en su hombro, y sonreía con una delicadeza que era casi exquisita.
“¿Será su novia?” pensé sin poder evitarlo. Parecía estar muy a gusto allí. Pero no lo era, ¡vaya que no lo era! 
   Pero no llegué a saber quién era, era demasiado joven para saberlo, y pronto olvidaría aquello. Mi hermano parecía muy concentrado en su música, como si no hubiese otra cosa en el mundo, como si fuese lo único a lo que podía aferrarse.
 Y entonces dejó de tocar y se giró para mirar a la chica a la cara. En su rostro había un deje de desdén y sarcasmo que no pareció hacer mella en la chica. Ella le susurró algo y él le respondió con una respuesta airada.
 Y entonces ella le quitó el sitio en el piano y se puso a tocar. Me quedé asombrada nada más escucharla. Su melodía era muy hermosa, exquisita, pero tenía algo hechizante…que me atrapó al momento. Transmitía una especie de paz que prometía demasiadas cosas…una especie de…dios santo, ¡es tan difícil describir como me sentí!
 Lo único que recuerdo es que me levanté en camisón y me marché hacia la puerta, como una sonámbula, dispuesta a acercarme allí y disfrutar mejor de la música. Por suerte nadie más aparte de mí la había oído, aunque esto era bastante extraño, la verdad.
 Salí de allí y me escondí detrás de los arbustos, para espiarlos. Aquel comportamiento no era propio de mí, pero yo estaba cambiando. Pero eso yo no lo sabía aún.
 Y lo que vi después me hizo tomar una decisión que sería irrevocable.
 Cuando la muchacha dejó de tocar se quitó la capucha. Era hermosa,  de una belleza fantasmal. Su piel era más blanca que la mía, y su cabello rubio parecía ser el de un ángel. Pero no lo era. No señor, aquella chica podía ser de todo. Pero no era si sería jamás un ángel.
 Le susurró algo a mi hermano, a lo que éste dijo:
-No. Antes muerto.
-¿Estarías dispuesto a renunciar a tus sueños por semejante tontería?
-No pienso sacrificarlos, no pienso entregar mi alma a semejante carnicería.
-Bien. Pues entonces estarás condenado. Dentro de poco caerás en desgraciada. Ni cómo ni cuándo no lo sabrás, pero de hecho será así.
-¿Algo más que decir?-dijo mi hermano, con el rostro serio y frío, duro como el hielo.
-Por supuesto. Algo que espero que recuerdes durante el resto de tu vida. Quién se junta con demonios se acaba convirtiendo en uno, mi querido Salomón.
 Y entonces la chica desapareció. Un rayo de luz blanca la hizo desaparecer. Y se estableció en aquel lugar un silencio aterrador, lo bastante como para que se llenara de terror mi corazón. Mi hermano nunca volvería a ser el mismo. Nunca supe lo que había pasado ahí, pero lo que sí sabía es que aquello había condenado a mi hermano. No supe quién era esa chica, ni de dónde venía, pero algo había hecho…
 Ella y Darren, quién poseía el mismo símbolo en la ropa, cosa de la que antes no me había dado cuenta.
 Entonces lo supe. Supe qué ese algo le afectaría sólo a mi hermano, y supe entonces cómo sería el resto de mi vida. Y lo odié todo, absolutamente cada instante, y me sentí más atrapada que nunca, casi me ahogaba. Por lo que decidí no aguantarlo más.
 Y entonces me marché de allí para siempre.
 Pocas cosas me llevé de allí, aparte del vestido más sencillo que encontré y unas pocas pertenencias personales. No me despedí de nadie, escapé de mi pueblecito sin que nadie se diese cuenta, porque estoy segura de que si alguien se hubiese enterado no me habrían dejado marchar. Pero logré irme para siempre.
 No tenía ni idea de adónde iría, pero eso no me importaba lo más mínimo. Haría lo que fuera con tal de alcanzar mis sueños.
 Viajé durante muchos días. Hice lo que pude para sobrevivir, robé,  trabajé, pedí…bueno, casi todo. Me oculté en el mundo muggle, lugar dónde estaba segura de que nadie me encontraría.
  Las cosas me fueron mejor cuando pude tocar el piano para la gente de la calle. Les gusté, y me pude relacionar con la gente de clases cada vez más altas, hasta el punto de que pude pasarme por una señorita de la alta sociedad.
 No sé como lo logré, pero de hecho lo hice, y me alegré mucho por ello. Me creé una falsa identidad y me oculté con unas amigas en su hogar, como una invitada extranjera que se había perdido.
 Pero no le dije a nadie quién era en realidad. Les dije mi nombre y poco más, porque si revelaba mi verdadera identidad…además deseaba con todas mis fuerzas olvidar quién era. Y me iba a esforzar al máximo para lograrlo. No me costó demasiado.
 Hasta tal punto que me vestí y me arreglé como ellas, y me relacioné con la gente de la Corte. Me sentí feliz, bastante feliz, a pesar de que faltaba algo esencial en mi vida.
  Pasó el tiempo y logré comportarme como una gran señorita de sociedad, y me gané el respeto de la Corte. Tocaba el piano y hacía amigos.
 Y entonces llegó el día en el que el rey Raimundo se fijó en mí. Se había prendado en mí desde el principio, tanto por mi belleza como por mis refinados modales, aparte de aquellos con los que había nacido. Eso lo supe desde el principio.
  Pasaron los meses, y entonces me pidió que me casara con él. Acepté, feliz de poder llegar a ser lo que siempre quise, una reina. No amaba a Raimundo, pero el poder que me ofrecía era para mí más que suficiente. Al fin tendría el poder que siempre había deseado. A pesar de eso solamente tenía dieciséis años, aún no me podía ni imaginar que ni por asomo lograría alcanzar la felicidad que yo pensaba que alcanzaría.  Aún no había aprendido que el poder no lo es todo. Lo es casi todo.
  Nos casamos en una ceremonia por todo lo alto, perfecta, en la Iglesia más hermosa, yo vestida con un magnífico vestido de novia, con muchos invitados y con una música exquisita.
   Pero me faltaba el amor, y eso lo averigüé muy pronto, meses después de la boda. Había algo más de lo que no me había dado cuenta, algo de lo que desgraciadamente me percataría cuando ya fuese demasiado tarde, dentro de muchos años.
 Y por supuesto fue entonces cuando decidí guardar mi verdadera identidad para siempre, dejar de hacer magia. Era peligroso, además, la magia era herejía en el mundo muggle, si Raimundo lo descubría habría problemas. Graves problemas.
 Pero vivía en un reino glorioso. El reino de Vergalda era cada vez más próspero, más lleno de vida y se expandía cada vez más. Prometía, y mucho, Raimundo era un buen rey, de los mejores que tuvo Vergalda. Si eso el mejor. Yo de vez en cuando le ayudaba, pocas veces.
 Él fingía desdeñar lo que yo decía en materia de política, pero yo sabía que tenía en cuenta mis opiniones, y mucho. Por lo menos algunas.     
  No tardé mucho en quedarme embarazada. Raimundo esperaba que tuviese un varón, pero tuve una niña, a la que llamamos Adriana. Era una pequeñita preciosa, se parecía mucho a mí, pero era de un carácter muy sumiso, era una ratita, muy poquitacosa, demasiado tímida, aunque entre amigos era todo un terremoto.
 Luego tuve otra niña, Inés, que era caprichosa a más no poder pero que tenía un corazón de oro con sus hermanas. Era muy querida entre las criadas, a pesar de todo, y tenía un talento innato para tocar el arpa.
 Y luego…tuve otra niña. La pequeña Nereida. Era una de las tres hijas a quienes quise más. Una niña muy obediente, de pelo negro y rostro delicado, de princesa,  prometía ser muy bella. Físicamente no se parecía ni a Raimundo ni a mí…y tenía muy buen corazón, era una criatura sencilla que no le hacía daño ni a una mosca y que adoraba los animales, tenía un tacto especial con ellos. Se las arreglaba para que hicieran todo lo que ella quisiera.  Eso era magia, pero un tipo de magia que nadie encontraría sospechoso. Sólo como un don beneficioso.   Y adoraba a sus hermanas. Odiaba verse separada de ellas.
 Pero había un problema respecto a Nereida. Ésta era hija mía, pero no era hija de Raimundo. Era una bastarda.

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