domingo, 26 de junio de 2011

19. Una nueva sorpresa


La vida de Ginebra transcurría de un modo apacible y feliz en su aprendizaje. Además, había algunos cambios en su vida que le estaban resultando muy pero que muy agradables, tal como le contó en una carta a Nereida, que decía lo siguiente.
Querida Nereida:
 ¡Estoy tan feliz aquí! Ya sé que es algo que he repetido muchas veces ya, pero es que mi felicidad crece más y más día y día, y no puedo pasarme sin repetirlo de vez en cuando. Quizás así pueda contagiar mi felicidad a unos cuantos, ¿quién sabe?
 Por cierto, me gustaría que me contarais las últimas novedades de Vergalda, y sobre Angélica, ¿qué tal va su embarazo? ¿Se encuentra bien o ha nacido ya el bebé? No sé si será niño o niña pero espero de todo corazón que sea una niña, la verdad.
 Además, creo que debería contaros otra cosa. He conocido a alguien. Tengo un amigo que se llama Cedric y que es muy amable conmigo, y muy cortés, os juro que es todo un amigo, y un amor. Creo que quiere algo conmigo, pero aún no estoy yo muy segura de si aquello será cierto o no. ¿Lo será?
 No lo sé, la verdad, pero me encantaría que fuese así. Pero de todos modos no sé si lo quiero o no.
 De todos modos, es aún demasiado pronto para decidir eso, mi querida hermana. Pero espero que florezca algo entre nosotros dos.
 ¿Y vos que tal os encontráis? Espero que en vuestra próxima carta me contéis novedades que sean sumamente interesantes. Tengo el presentimiento de que así será, ¡aunque no pienso deciros el por qué!
 Bueno, me despido por ahora. Espero vuestra próxima carta con impaciencia.
 Firmado:
 Vuestra hermana que os quiere:
 Ginebra Castillo Dalma.
 Nereida leyó la carta y suspiró. La dobló y la guardó en su cajita, dónde guardaba todas las cartas de su hermana y otras cartas de las que había sido incapaz de deshacerse. La letra florida de su hermana era más hermosa y elaborada que nunca. Y se preguntó quién sería ese Cedric. Ginebra debería de tener cuidado, aunque de todos modos ella sabía cuidarse muy bien solita, y tenía un talento innato para ver la bondad o la maldad en el corazón humano, eso Nereida lo había sabido siempre.
  Además, su carta tenía un tono misterioso que la intrigaba sobremanera. ¿Qué habría querido decir con eso de que iba a pasar algo? ¿Qué habría planeado Ginebra? Algo había hecho. Conociéndola como la conocía Nereida, sabía muy bien que algo había hecho, eso estaba más claro que el agua. Así que se levantó de su tocador y sonrió, cogiendo fuerzas para ir a animar a su hermana Elizabeth.
 Elizabeth había salido de palacio junto a Julian, para cumplir con su parte del trato. La muchacha estaba extremadamente pálida, y parecía muy triste. Y no quería imaginarse Nereida como estaría al regresar.
 Desgraciadamente, sus temores se cumplieron. Elizabeth regresó a casa demacrada y con lágrimas en los ojos. Nereida fue a sus aposentos a consolarla, cosa que era algo casi imposible para ella.
 No se separó de su hermana hasta que ésta se quedó profundamente dormida…
 -¡Victoria, tengo que hablar con vos!-gritó Dayana, buscando a su prima y dama de compañía.
 Victoria llegó, estando tras la reina Dayana.
-Aquí estoy, majestad, ¿qué es lo que deseáis?
-Os he llamado para hablar con vos de un par de cosas muy importantes. Seguidme a mi despacho, por favor.
 Victoria asintió y siguió a la reina, algo nerviosa. No pudo evitar mirarse los pies, temiendo, por la expresión de la reina, lo que fuera que tuviera que decirle.
 Ya en el despacho, Dayana dijo:
-Ha llegado a mis oídos la relación que tenéis vos con nuestro invitado, Julian.
 Genial, eso era justo lo que ella se temía. Victoria agachó la cabeza y asintió, confirmando los rumores.
-Espero que pronto venga a pediros la mano, Victoria.-dijo Dayana con una cordial sonrisa. Victoria deseaba de todo corazón que los rumores acerca de su relación con Julian no llegasen al punto de hacia dónde habían llegado.
 Y sus relaciones habían llegado muy pero que muy lejos. Quizá demasiado.
-Eso me gustaría, Majestad, pero no sé si lo hará.-dijo Victoria, con voz temblorosa.
-¿Y eso por qué?-preguntó la reina Dayana, claramente sorprendida.
-Pues a decir verdad, ¡no lo sé! Julian parece estar enamorado de mí, pero no estoy muy segura de que vaya a pedir mi mano. No parece más que un amor platónico, o quizás un amor cortés.-Victoria suspiró, aunque en el fondo sintió ganas de echarse a reír. Lo que Julian y ella tenían era de todo menos  cortés, y platónico ya ni digamos.
-Pues debería. Hacéis una pareja preciosa, a pesar de que me pese. Soy feliz por vos, pero si os soy sincera, me hubiera gustado que Julian le pidiese la mano a Nereida. Siempre he pensado que amaba a mi hija.-dijo Dayana, con algo de esperanza.
-No lo creo, Majestad. Le conozco lo suficiente para saber que no es amor lo que siente por ella, es otra cosa. Y su hija no le quiere. Todos han visto como le odia. Aunque quizás sólo sea pura fachada, ¿quién sabe?
-¡Pura fachada! Nereida no es así. De todos modos, creo que pronto tendré que hablar con ella de este asunto. Me gustaría ayudar a mis hijas con esto del matrimonio, y a vos también.
-En mi caso sería un poco más difícil, pero os lo agradezco, de verdad.
-No hay de qué. Ahora podéis retiraros, Victoria. Me gustaría hablar con mi hija.
-De acuerdo Majestad.-Victoria hizo una reverencia y se marchó. Dayana mandó convocar a su hija.
 Al rato Nereida entró, con la mirada algo triste por Elizabeth.
-¿Para qué me habéis llamado, madre?
-Venid, sentaos aquí, me gustaría hablar con vos un rato. Es importante.-Dayana le indicó un sitio a Nereida y luego se sentó ella.-Tengo que hablar con vos de algo de lo que tendríamos que haber hablado hacía ya muchísimo tiempo.
-Ya me lo imaginaba-dijo Nereida simplemente.
-Bien. Primero, ¿qué tal va la relación con vuestro padre?
-Genial. A decir verdad cada vez me llevo mejor con él. Mejor de lo que creía, la verdad.-Nereida sonrió. A medida que habían pasado los días había conocido mejor al general Baptiste. Y aunque echaba de menos al rey Raimundo, a quién consideraba su padre a pesar de todo, le estaba cogiendo cariño a aquel hombre.
-Me alegro mucho. Es un alivio ya, la verdad. Y Ahora tengo que pasar con vos a un asunto de extremada importancia. Julian. ¿Qué es lo que sentís por ese muchacho?-preguntó Dayana, mirando a su hija directamente a los ojos.
 La reina esperaba que su hija se sonrojase, o mirase hacia abajo nerviosa. Pero su reacción no fue ni mucho menos la que ella esperaba (o deseaba)
  La tristeza de los ojos de Nereida fue sustituida por una furia que llameó en sus ojos como si fuese fuego. Sólo pensar en él la ponía furiosa.
  Así qué, tras morderse el labio inferior, dijo:
-Es muy difícil definir lo que siento por él madre. Y a pesar de todos los rumores, no es amor lo que siento por él. Nunca le amé y nunca le amaré jamás, y ni quiero hacerlo. Él jamás será algo para mí.-Eso Nereida lo tenía clarísimo. Y Julian también.
-Vaya, me sorprendéis, hija mía. ¿Nunca habéis sentido ni siquiera algo de aprecio por ese pobre muchacho?-Nereida sintió entonces unas ganas tremendas cuando su madre dijo “ese pobre muchacho”. Julian no estaba en esa situación.
-Aprecio…bueno, he de confesaros que antes le tuve algo de aprecio, pero ahora ya no. Nunca más volveré a sentir aprecio por él.-dijo Nereida con tristeza.-Y la verdad, no sé por qué.-añadió después, antes de que su madre le preguntase algo. No tenía la más mínima intención de permitir que nadie supiese lo que había pasado en realidad. Jamás.
¡Antes la muerte!
-De acuerdo, hija, entonces tendremos que esperar un poco antes de que encontréis al hombre adecuado…aunque lo lamento, la verdad. Julian parecía un buen muchacho para vos.
-Lo sé. Lo siento mucho, madre.-Nereida suspiró, pensativa. Si su madre hubiese sabido la clase de muchacho que era Julian en realidad, jamás habría dicho semejante cosa. Conociéndola, jamás.
 Pero eso Dayana no lo iba a saber, desde luego.
-¿Puedo retirarme ya, madre? Necesito hablar con Elizabeth.
-De acuerdo, hija mía, podéis retiraros.-dijo la reina con una sonrisa, comenzando a mirar unos papeles.
 Nereida se levantó y se retiró a sus aposentos, no sin antes abrir disimuladamente la puerta de los aposentos de Elizabeth, quién en aquellos instantes dormía profundamente, pero con pesadillas. Muchas pesadillas…
 -¿Se puede saber qué estáis buscando, muchacho?
-Sólo quiero que me dejéis un caballo para poder seguir mi camino. Le pagaré, se lo juro.
-Siento mucho lo que ha pasado con vuestro caballo, pero no tengo ninguna intención de vender mi caballo a un rebelde, ¡podrían ahorcarme por ello!-dijo el anciano decrépito, con un asomo de temor en la mirada.
-Ya le he dicho mil veces que yo no soy un rebelde, que no soy más que un viajero cansado. No tengo nada que ver con ellos. ¡Nada qué ver!
-¿Ah, no?- Insistió el anciano, señalándole con un dedo acusador.-¡Pues lo parecéis!
-He tenido problemas con ellos, eso es todo. Por favor, ¡os pagaré el doble si es necesario!
 El viejo se lo pensó durante un buen rato, a pesar de que seguía conservando aquel asomo de temor en la mirada. Luego asintió.
-Está bien. ¡Pero si alguien os pregunta, yo no os conozco!
-¡Muchas gracias!
 El viajero pagó la cantidad que le pidió el anciano por el caballo. Y luego, montándose en él, emprendió el camino hacia su destino…
Elizabeth se despertó poco a poco, como si se estuviese despertando de un sueño muy pesado. Abrió los ojos lentamente y luego se incorporó en la cama, preguntándose dónde estaría.
 ¿Qué significaría aquel sueño? Había sido sin duda el más extraño que había tenido jamás. Sin embargo, tenía curiosidad. Era como una especie de profecía.
  Pero…¿sería una profecía buena o mala? ¡En fin pronto lo comprobaría!

 Pasaron algunos meses más, y los bebés de Angélica crecieron rápidamente. Se convirtieron en unos bebés grandes y sanos. Catherine ya cogía cositas para morderlas, a pesar de que aún no tenía dientes e Isaac parecía que lo único que quería era hacer el trasto por ahí, sacando de quicio a sus tías y a su abuela. Cuando lo lograba se echaba a reír y daba palmitas.

  Ginebra veía todos los días cómo se acercaba el verano. Deseaba que llegase, pues deseaba ir a ver a los bebés de Angélica. El día en el que recibió la carta de Nereida con la noticia estaba que echaba chispas.
 Había decidido que había llegado el momento de hacerle una visita a su familia. Más concretamente al palacio de Angélica, quién ya había vuelto a casa con los bebés, a pesar de que el peligro no había pasado del todo.
 ¡Se moría de ganas de ver a los bebés! Y de paso de volver a ver a sus hermanas, aunque por el momento no pensaba hacerle a Vergalda ninguna visita. Suerte que el verano estaba cerca, y que pronto le darían las vacaciones.
 No le había dicho nada a sus hermanas, ni siquiera a Nereida o a Elizabeth, acerca de su futura visita, pues deseaba que fuese una sorpresa, ¡una agradable sorpresa! ¡Qué alegría se llevarían sus hermanas! Y los bebés…un niño y una niña. Perfecto, eso ahorraba muchos problemas de quién debía nacer primero y quién no. Teniendo ya la parejita, no habría más problemas que plantearse, los siguientes hijos que tuviesen Enrique y Angélica podían salir como quisieran.
  Además, también pensaba en Dick. Deseaba con todas sus fuerzas que llegase a palacio sin ningún problema. Pero estaba algo inquieta. Quizás demasiado. Ella, al igual que sus hermanas, sabía muy poco acerca de la guerra que se estaba avecinando y tenía miedo, muchísimo miedo de que fuese algo grave. Por las heridas de Dick, estaba claro que el pobre hombre no lo había pasado nada bien.
 Ginebra no tenía ni idea de hasta qué punto. ¡Afortunadamente para ella!

 -Y ahora estás condenado a la tierra. Y ahora estás condenado en la tierra, que ha abierto su boca para recibir la sangre de tu hermano. Mientras labres esta tierra, a partir de ahora no le darás fortaleza. Serás un fugitivo y un vagabundo en la tierra…y la venganza contra quién te mate será siete veces siete…-recitó Bellatrix, con la Biblia en las manos. Katherine, quién ahora cuidaba de la niña mientras Dayana estaba cumpliendo algunas de sus obligaciones, suspiró.
-La Biblia no es tan agradable como dicen.-dijo.
-Por supuesto que no.-dijo Bellatrix.-sus párrafos son oscuros, llenos de secretos y de códigos secretos que han de ser descifrados.-Y dentro de poco caerás en la más profunda oscuridad, te convertirás para siempre en un demonio y estarás condenado a servir a Satanás.
-Eso no viene en la Biblia.-replicó Katherine.
-Por supuesto que no, eso lo he dicho yo.-dijo la niña, pasando más páginas de la Biblia, buscando algún párrafo que le interesase. Pero al no encontrar ninguno más cerró el libro y lo guardó en la estantería más cercana. –Me aburro aquí. Acompañadme a los jardines.
-Está bien, señorita Bellatrix-dijo Katherine, levantándose para acompañar a la pequeña.
 Inés las vio marchar y suspiró. Había algo en la pequeña Bellatrix que no le gustaba nada, aunque no sabía el qué. ¿Un lado oscuro quizás?
 “¡Ridículo!” Pensó después. Seguramente lo habría pensado por su actual estado de ánimo. Tal vez fuese ella quién tenía un lado oscuro que estaba floreciendo en aquellos instantes, ¿quién sabe?
Por lo que suspiró y salió de la biblioteca…

 Nereida se despertó a la medianoche de aquel día, exactamente igual a como lo había hecho Elizabeth. Poco a poco, como si saliese de un sueño pesado, a pesar de que no había estado soñando prácticamente nada, por suerte para ella.
 Se levantó y miró hacia la ventana, por pura pereza. Pero entonces oyó otro sonido. Un silbido. Exactamente el mismo que la había despertado antes. ¿De dónde sería? La muchacha miró de un lado para otro y oteó por la ventana, como si allí pudiese encontrar el origen del sonido, a pesar de que sabía que semejante cosa era completamente imposible.
 Pero entonces algo le golpeó la cabeza.
-¡Au!-gritó la muchacha, frotándose la cabeza.
 Luego miró de un lado para otro, pues había oído un golpe sordo, de algo que caía al suelo. Y entonces lo vio. Una carta con un paquete al lado.
 Nereida no tenía la menor idea de cómo demonios había llegado la carta hasta allí, pero poco le importaba. Lo único que deseaba era abrir la carta y leer lo que ponía. Seguramente sería una carta de Ginebra, ya que ella siempre le mandaba cartas de esa formas, con una lechuza rápida y escurridiza que te daba un picotazo si no le dabas nada para picar.
 Pero, aunque no vio ninguna lechuza esta vez, Nereida creyó que lo era. Así que abrió la carta y la leyó.
 Querida Nereida:
  Me gustaría que fueseis a la cueva del agua esta noche, alrededor de la una de la madrugada, o antes si es posible. Alguien os está esperando. Es una sorpresa, pero creo que os gustará.
 Antes de pensar en si ir o no, cogió el paquetito y lo abrió. Un collar. Un collar de amatistas que brillaba como si fuese lo más valioso del mundo. Nereida se lo puso y volvió a mirar por la ventana, con un brillo extraño en la mirada.
 La carta no tenía firma, y la letra tampoco era reconocible. No era nada que hubiese leído antes, ni siquiera la noche fatal en la que Luna había desaparecido, así que, sin poder evitarlo, se dejó llevar por la curiosidad. Se vistió, cogió una capa negra, una vela, y una espada ( a pesar de que no tenía la más mínima idea de cómo usarla, no era capaz ni siquiera de coger una espada sin caerse al suelo por culpa de su peso), más tarde una daga y luego se puso en camino hacia la cueva.
 Nereida se sentía mucho más segura con la daga, pues eso era algo que sí que sabía usar. Además, no deseaba ser débil, hacía ya casi un año que había tomado la resolución de ser una muchacha fuerte, y lo estaba haciendo medianamente bien.
 Y así pensaba seguir. No era fuerte, pero sabía bien como apañárselas.
 Aunque aquella noche no sentía ningún miedo, lo que sentía era más bien algo parecido a la curiosidad.
 No sabía por qué, pero era así. Se moría de ganas de saber qué era lo que le esperaba en la cueva de agua. Quizás fuese Ginebra, que volvía y quién deseaba concretar algunos planes con su hermana, y le había mandado una carta así por si alguien la interceptaba.
 Eso sería lo más probable. 
Quizás fue eso lo que movió a Nereida a levantarse y salir hacia la cueva del agua. Era una de las pocas cosas que de veras podía hacerla feliz. Así que no paró hasta llegar a la cueva del agua.
 Oteó por todas partes en aquella oscuridad para buscar a quién fuera que la estuviese esperando. Era difícil, pues todo estaba en calma, como la noche misma en un lugar cómo aquel.
 Pero, entonces, vio una sombra junto al agua, encima de una roca. Nereida se acercó a verla, y cuando se dio cuenta de quién era, sonrió ampliamente.

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