viernes, 16 de septiembre de 2011

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 Nereida se despertó sintiéndose bastante extraña. Tenía la impresión de que había tenido un sueño...pero no sabía de que había ido exactamente. Le daba la sensación de que había sido una pesadilla bastante mala, por lo que se alegró de no acordarse.
 Aún así no era muy agradable la sensación de pesadez que la siguió invadiendo aún cuando desapareció la modorra.
 Bellatrix se sentía últimamente tan feliz como Katherine, desde aquella noche parecía haberse quitado un peso de encima, parecía una niña alegre, feliz, y hasta un poco traviesa, la reina se alegró por eso, le aliviaba saber que al menos una de sus hijas era feliz, teniendo en cuenta como estaba la situación...y de cómo iría.
Supo que iría a peor cuando recibió una carta de Adriana, una carta que llenó su corazón de funestos presagios. Muy pero que muy funestos.
 No le dijo a nadie lo que se relataba en aquella carta, por mucho que le preguntaron aquellos que la vieron leyéndola...tuvo un comportamiento bastante misterioso durante varios días, hasta que arregló un viaje. Antes de partir llamó a Jean, a quién le encomendó la protección de palacio y de sus hijas, sobre todo de Nereida, hasta que se produjese su regreso. Jean parecía extrañado por el misterio que emanaba la reina, pero no dijo nada, asintió con la cabeza y le prometió que protegería a sus hijas con la vida si era necesario.
 Por lo menos aquel sería un tiempo que podría pasar con su hija, para conocerla un poco mejor, aunque ya se llevaban bastante bien...Nereida había aceptado lo que era ya inevitable.
 Así que la reina no tardó en partir, y pasaron dos semanas sin ella, durante un invierno que era particularmente frío...el más frío en cincuenta años, o por lo menos eso era lo que Katherine se empeñaba en pregonar.
Aquel día en concreto transcurrió en un frío abrasador, la nieve lo recubrió todo por completo hasta que se hizo de día, por lo que cuando todos se levantaron se encontraron con esa fina y dulce capa blanca cubriendo el castillo como nata.
 Los niños de los pueblos del reino salieron a jugar con la nieve, incluida Bellatrix, a la que acompañó Katherine para vigilarla, y varios niños más.
 En cambio Nereida estuvo bastante rara durante todo el día. Aquel día tenía una sensación muy parecida a la de aquel sueño, pero esto era diferente, ésta vez se sentía ligera como una pluma, como si se hubiese quitado un peso de encima...como si algo muy bueno la esperase.
 Ginebra y Elizabeth trataron de averigüar lo que le pasaba, pero no obtuvieron nada, sobre todo porque ni la propia Nereida lo sabía exactamente.
 Aquello no le gustaba nada, por lo que decidió aliviar sus temores lejos de allí. Deseaba olvidar la guerra, todo lo que tenía por delante, su futuro compromiso con Habib, que todavía no había conseguido ser roto, y a este paso llegaría a cumplirse inexorablemente y...todo lo demás. Nereida deseaba poder poseer su propio reino durante algunas horas, ser la dueña de sí misma y poder sentirse libre...y para ello sólo podía hacer una cosa...ir a un sitio.
 Por lo que aquella noche, después de cenar, dijo que se encontraba mal y que se iría pronto a sus aposentos. Pero lo que hizo fue ponerse su capa y escaparse de allí para irse a su sitio feliz, allí, junto con Dick
 Le encontró delante de su pequeña cabaña, mirando con aire soñador al cielo, con aspecto de haber acabado de cenar. Cuando la vio llegar no pudo evitar sonreír, con aquella encantadora y resplandeciente sonrisa que Nereida amaba tanto.
 La joven se acercó a él y apoyó la cabeza en su hombro, canturreando para sus adentros una canción que solamente ellos dos conocían, un lenguaje secreto e inventado que les consolaba en cualquier momento, pasara lo que pasase.
-Dick...-dijo en medio de aquella dulce canción, en una pequeña pausa-me gustaría que diésemos un paseo...por nuestro lugar feliz.
 Dick asintió. Pocas veces habían tenido la ocasión de adentrarse en su lugar feliz, y la verdad es que lo echaba mucho de menos...así que abrazó a Nereida por la cintura y ambos salieron de allí, encaminándose a aquel refugio secreto.
 Atravesaron arbustos, árboles y toda clase de vegetación en silencio pero a paso elegante, como si no quisiesen ser descubiertos...hasta que finalmente llegaron a su lugar feliz.

domingo, 26 de junio de 2011

20.Dulce reencuentro


Dick!-gritó Nereida, sintiendo que el corazón estaba a punto de estallarle de pura felicidad. Corrió a sus brazos, deseando sentir de nuevo su calor.
 Él la abrazó con fuerza, y aunque Nereida no podía ver en la oscuridad en la que estaba sumida aquella cueva, sabía que él también sonreía.
-Os he echado tanto de menos…¿dónde estabais? ¿Estáis bien?-Nereida se separó un poco de él para examinarlo mejor. Apenas podía ver en la oscuridad, pero de todos modos estaba claro que él presentaba buen aspecto.
 Quizás aquello se debiera en gran parte a que mostraba una sonrisa aún más radiante que la de Nereida.
-Estoy perfectamente…sobre todo después de veros a vos de nuevo. Os he echado demasiado de menos…nunca creí que volvería a veros alguna vez.-susurró con voz queda, como si estuviese a punto de llorar. Abrazó a Nereida más fuerte y le besó en el pelo, llenándose de la dulce fragancia de la muchacha, ese aroma a flores que él había evocado tan a menudo, en sus noches solitarias y llenas de dolor y muerte.
-¡Pero así ha sido! Oh, dios, no os vayáis nunca más…quiero que me lo contéis todo. ¿Cómo habéis logrado llegar hasta aquí? ¿Habéis sufrido mucho? Pero sobre todo…¿estáis ya a salvo?
 -Eso no importa ahora, Nereida, quisiera aprovechar ese glorioso momento. El pasado no significa por ahora nada para mí.-dijo Dick, besando a Nereida en los labios. Era un beso dulce, pero lleno de furia y de pasión.
 Un beso en el que demostraba cuanto la había echado de menos, cosa que a Nereida la hacía muy feliz. Le siguió el beso y se pegó más a él, deseando con todas sus fuerzas que no hubiese nada en el mundo aparte de ellos dos.
  Y efectivamente así fue durante muchísimo tiempo. Durante el tiempo que duró aquel beso mágico, ellos no tuvieron conciencia de nada más en el mundo que no fuesen ellos dos. Y se sentían muy felices por ello. Quizás demasiado felices.
 Cuando se separaron, Nereida murmuró:
-Quedaos aquí. Quedaos conmigo para siempre.-se lo susurró en sus labios, sin querer separarse de él ni un instante.
-Estaré siempre aquí. Cuando vos me necesitéis.-El asunto era mucho más complicado de lo que parecía, ya que él estaba en una situación muy grave todavía, pero no era momento de hablar de ello ahora. Dick se alegraba sobremanera de que Nereida no hubiese visto las heridas que tenía antes. Ginebra le había hecho un gran favor curándole, aparte de que no había tenido ningún problema para llegar a Vergalda desde que le entregaron aquel mapa.
 Ningún ataque, ningún incidente, aparte de lo del caballo. Había valido la pena, sin duda alguna.
-Os necesitaré siempre. ¡Para siempre!-dijo Nereida, besando a Dick otra vez, con más ímpetu del que él había hecho uso antes. Le necesitaba, y le había echado de menos mucho más de lo que ella se hubiese esperado jamás de los jamases.
 Entonces Dick puso una mano en la cintura de Nereida y la acercó más contra sí. Aquel beso duró más que el anterior. Era como una especie de gloria celestial, su separación había sido más dolorosa de lo que ellos creyeron, nada más recibir el divino soplo de agua fría que necesitaban para reanimar su herido corazón. Y poco después supieron que se dejarían llevar.
 Recordarían aquel momento durante el resto de sus vidas, ellos besándose en una cueva de agua en la que la Luna asomaba por un recodo y les alumbraba, y dónde había una extraordinaria paz que poco tenía que ver con la quietud de la noche, con la muerte que normalmente suele traer la noche. Trajo algo distinto, muy distinto y sobre todo misterioso, que ellos recibieron gustosos, pero que no se darían cuenta hasta años más tarde de lo que realmente era.
-Dick…os necesito…-dijo Nereida en un momento en el que sus labios se separaron, apenas unos pocos centímetros.
-Y yo a vos…no sabéis cuánto…-ninguno de los dos recordaba nada de los preceptos sociales ni de lo que el deber les dictaba que debían hacer. Aquella noche importaría muy poco, o más bien nada.
 Así que se dejaron llevar muy pronto, perdiendo el control. Sus besos se fueron volviendo cada vez más furiosos, llenos de ímpetu, de pasión, de una necesidad que iba creciendo en ellos cada vez más.
  Dick separó sus labios de los de Nereida para colocarlos en su cuello, haciendo que la chica se estremeciese de puro placer. El cosquilleo que recorrió su cuerpo era exquisito, lo más exquisito que había tenido la ocasión de probar jamás en toda su vida.
 Se pegó más a él, acariciándole el pelo, animándole a seguir y trazando con la otra mano la curvatura de su cuello, de su espalda, lo que buenamente podía. Quería memorizar cada rincón de su cuerpo, sentirlo por completo y que formase parte de ella, y muy pronto ella supo que Dick deseaba lo mismo.
-Nereida…-murmuró Dick. En aquel momento aquel nombre le parecía lo más hermoso del mundo, las palabras más hermosas que el mundo había creado. Le besó en el cuello, luego en la frente, y después fue bajando poco a poco, desde  la nariz, los labios, la barbilla, hasta la zona que estaba arriba de los pechos, dónde brillaba un hermoso collar de amatistas que brillaba de un modo exquisito, ante la luz de la noche irradiaba una magia que formaba parte de la propia Nereida.
 Se fueron acercando poco a poco al agua. Nereida se quitó sus tacones y metió los pies en el agua al mismo tiempo que él, mientras seguía bajando, y luego subiendo hasta sus labios de nuevo. Sus manos se aferraron a la parte de atrás de su corsé, y comenzó a quitar lentamente el nudo, para alargar el momento, pero luego la otra mano se apoyó en la pierna derecha de Nereida, quitando las numerosas ligaduras que la muchacha llevaba puestas.
 Nereida, mientras tanto, le iba quitando la blusa a Dick. Poco a poco, hasta que pudo admirarse de su escultural pecho desnudo. Dick era hermoso, su cuerpo estaba bronceado por las numerosas batallas que había librado, y era escultural, con los músculos bien formados pero sin pasarse. El punto justo, Dick simplemente era perfecto.
 No se molestó lo más mínimo en ahogar sus gemidos, aquel placer exquisito iba aumentando más y más a medida que Dick le iba quitando la ropa, a medida que el corsé iba cediendo, y sobre todo cuando sus piernas quedaron desnudas.
 Cuando todo eso estuvo fuera, Dick le susurró a Nereida al oído:
-Nereida, mi dulce Nereida…sois como la reina de las ninfas que bordaban en los bosques del río de las Tierras del Edén.  Poseéis su belleza eterna, su sonrisa radiante, la exquisitez del cuerpo. Sois la más hermosa de todas ellas, siempre lo habéis sido y siempre lo seréis…-¡aquellas palabras sonaban tan dulces, y tan sinceras! Dick las sentía, veía a Nereida como lo más hermoso del mundo. Antes había estado con otras mujeres para saciar su necesidad, pero eran mujeres de mala vida, la mayoría estaban ya medio marchitas por toda una vida de trabajo, desgastándose en sábanas sin sentido en las que iban perdiendo la vida. Y las más bellas compartían siempre su misma suerte, a pesar de haber sido cortesanas de clase alta.
 Pero con Nereida era distinto. ¡Era todo tan distinto con ella! Era tan eterna, tan real…su cuerpo era exquisito, pálido como la Luna, y de curvas muy bien dibujadas. Parecían haber estado pintadas por alguien que deseaba pintar la talla de una diosa, o de sus ninfas. Su cuerpo era lo más perfecto que Dick había visto jamás, y su mera presencia le llenaba de alegría.
 Esto era el amor, el deseo, todo lo bueno que él podría sentir jamás por una persona.
  Nereida le dio un suave beso en el cuello, y otro en los labios, dulcemente, mientras pasaba sus brazos por el cuello del joven, que pronto tuvo quitados los pantalones. Y entonces, los dos estuvieron completamente desnudos.
 Poco a poco, fueron entrando en el agua. Al principio estaba fría, pero luego se acostumbraron a ella. Aquellas aguas estaban frías, pero eran limpias, exquisitas, acariciaban sus cuerpos de un modo bastante agradable.
 Entonces se besaron con más pasión que nunca y se sumergieron en el agua…
 -No me puedo creer que les hayáis dejado escapar…¡no me lo puedo creer!
-Lo siento mucho, señor, pero era demasiado rápido. No sé cómo demonios se las ha arreglado, pero lo ha hecho. Es más poderoso de lo que me imaginaba.
-¡Vos lo que sois es un incompetente! Voy a mandar que acaben con vos, ¡de inmediato!
-Pero señor…
-¡Nada de peros! ¡Mulciber! ¡Acaba con él!
-¡No, por favor! No, no ¡NO!
 
Nereida echó la cabeza hacia atrás, gritando de puro placer. Las acometidas de él la llenaban de unas sensaciones que eran cada vez más grandes, como un fuego que recorría todo su cuerpo, haciéndolo vibrar. Le sentía por todas partes, y en aquel momento no quería para nada que aquella situación cambiase. Deseaba con todas sus fuerzas que fuese así.
 Él agarró uno de sus muslos y lo apretó con cuidado, acariciándolo por debajo del agua y haciendo que las sensaciones de la muchacha aumentasen. Le besó en la boca con pasión y lujuria, mientras él se pegaba más a ella. Ambos gemían desesperadamente, sentían que el placer iba creciendo más y más. No se decían nada, pero aquellos gemidos sonaban como si fuesen pura música.
 Nereida puso sus manos en la espalda de Dick, acariciándola y arañándola un poco, de tal era la ímpetu de las sensaciones que invadían su cuerpo por entero. Se sentía viva, más viva que nunca.
 Dick pasó una mano por el trasero de Nereida, luego fue subiendo poco a poco, recorriendo toda su espalda, hasta llegar a su cuello, dónde encontró su largo cabello negro, mojado por el agua. Lo enredó entre sus manos, mientras ambos se sumergían de nuevo en el agua. Bajo el agua todo era distinto, acariciar su pelo era como acariciar algo muy suave, con la textura de un ángel. Como el pelo de una sirena.
 El joven se sentía como un poeta cada vez que estaba con ella, de las veces que deseaba hacer versos que rindiesen culto a su belleza.
 Deseaba recorrerla por entero, hacerla suya, que gritase su nombre. La volvió a besar en la boca y luego fue bajando hasta sus pechos, dónde los besó y los mordisqueó un poco, jugueteando con ellos. Nereida se sentía en el cielo, el placer era muy fuerte, por lo que muy pronto le llegó aquel clímax que la recorrió por entero e hizo que su cuerpo vibrase durante un rato.
 Pero durante ese tiempo no descansó ni nada por el estilo. Aunque a veces ambos dejaban de besarse, para asomarse a la superficie y susurrarse toda clase de palabras dulces, mezcla de deseo, poéticas y algunas incluso inventadas.
 Ambos se volvieron a sumergir en el agua…
-Te he echado de menos…
-Y yo a ti, querida. ¿Acaso no lo sabías?
-Claro que lo sabía. Yo siempre lo supe. Pero no sé tu nombre.
-Y no te conviene saberlo. Créeme, no te conviene para nada saberlo…
 Ginebra se asomó aquella noche a las ventanas de sus aposentos del castillo. Tenía muchas cosas en las que pensar. Acababa de volver de uno de los principales bailes que Hogwarts celebraba en todo el año, y había pasado justo lo que ella sabía que iba a pasar.
 Pero le iba a ser muy difícil tomar una decisión. Soltó sus manos, que las había tenido apoyadas en su pecho como si hubiese estado en una tumba, y sacó aquella florita carta que todavía no había tenido el valor de abrir.
 Respiró hondo, y finalmente se decidió a abrir la carta. La leyó de arriba abajo, haciendo acopios de un valor que no sabía si tenía…

-¡Elizabeth, Elizabeth!-gritó una vocecita infantil que se abrió paso entre las brumas del sueño de Elizabeth. La chica abrió los ojos y se incorporó de golpe en la cama, sudando y con el miedo clavado en el alma.
 Miró al lado suya, tratando de atisbar en la oscuridad, y vio a su pequeña hermana Bellatrix, quién la miraba con el camisón puesto y un osito de peluche en la mano. Apenas veía en la oscuridad, por lo que la figura de Bellatrix se le antojaba oscura, como si fuese una de las más pequeñísimas sombras que ella hubiese visto jamás, con esos ojos tan hermosos y brillantes que se veían un poco en la oscuridad, de lo luminosos que eran.
-¿Bellatrix? ¿Qué hacéis aquí a estas horas?
-No podía dormir. Además, estabais teniendo una pesadilla. Os oí chillar y removeros en la cama. Pronunciabais un nombre…-Bellatrix no lo dijo, pues sabía que su hermana se daría cuenta de a lo que se estaba refiriendo.
 Y efectivamente así era. Bellatrix tenía toda la razón, había tenido una buena pesadilla, aunque por suerte la estaba olvidando rápidamente.
-¿Puedo dormir con vos? Por favor, sólo por hoy. Es que tengo miedo…
-¿De qué tenéis miedo?
-De las pesadillas. Hoy me persiguen.
-¿No podréis pedírselo a madre?
-No. Hoy quiero dormir con vos.-insistió Bellatrix, con su vocecilla infantil y clara como de campanillas, mirando a Elizabeth con su mejor cara de cordero degollado.
-Está bien. Podéis dormir conmigo hoy. Venid, anda.
 Bellatrix sonrió ampliamente y se subió a la cama de Elizabeth. Se tumbó a su lado, dejando al osito de peluche suelto en el otro lado de la cama, y muy pronto se quedó profundamente dormida.
 Elizabeth suspiró y se apoyó en la almohada junto a la niña. Le vendría bien de todos modos que la pequeña durmiese a su lado aquella noche. No se sentía capaz de dormir sola después de la pesadilla que acababa de tener.
 Tener a alguien a quién adoraba al lado sería un pequeño consuelo, y más si ese alguien era una niña pequeña que adoraba a su hermana y que había presentido en alguna parte de su corazoncito su tristeza.
 Así que, sonriendo levemente, Elizabeth volvió a quedarse dormida, pero ésta vez sin malos sueños que atormentasen su alma herida…
 En Vergalda todo estaba en calma aquella noche. No había bandidos ni ningún incidente, ni siquiera robos.
  La gente dormía en sus casas, y los animalillos nocturnos seguían con su actividad de siempre, al igual que otras criaturas de la noche, que seguían el curso de su vida sin problemas, disfrutando de la noche.
 Y aquella aura misteriosa que se había desatado a partir de la medianoche seguía su curso también, como si fuese una guardiana que protegiese los secretos de la noche, que provocase algunos de sus mayores misterios.
 Y también los más hermosos.
 Dick y Nereida se sentían como si hubiesen vuelto a nacer, sintiendo como una tremenda energía de placer les invadían a cada uno. Unirse una y otra vez en el agua era como hacer un baile, una coreografía perfectamente planificada que se sabían de memoria, como si siempre la hubiesen sabido, o como si simplemente hubiesen estado predestinados a aprenderla.
 -Nereida…sois mi vida.
-¡Y vos la mía!-canturreó Nereida, o por lo menos es así como sonó su voz. Llena de sinceridad, ¡tan llena de amor! Y de deseo, de un deseo que la invadía por completo y que llenaba cada poro de su piel de ese placer que sin duda debía de ser la vida.
 Nereida recorrió el cuerpo de él por entero, beso a beso, caricia a caricia, saboreándolo y memorizándolo. Quería sentirse suya, envolverse en su olor, al igual que él.
-Nereida, Nereida, mi dulce Nereida…-susurraba él a medida que la iba besando, en los labios, en la frente, en el cuello, saboreando sus hombros y acariciando sus pechos y su cintura, pegándola a él mientras ella respiraba entrecortadamente, al sentirlo detrás suya de aquella forma.  Se sentía como una diosa, una ninfa, la más bella y poderosa de todas las sirenas.
 Pasó una de sus manos por el pelo de Dick y arqueó la espalda al sentirlo en su interior de nuevo. Dio un pequeño gemido de placer, mientras él le iba besando el cuello y comenzaba a meterla cada vez más rápido. El placer de Dick aumentaba sobremanera al sentir como ella gemía, en aquellos gemidos que para él eran como música, en como su cuerpo se arqueaba y sentía el calor, sentía como su placer y su lujuria aumentaban.
 Y ella sentía su placer aumentar a medida que el de Dick crecía, pues sentía su deseo, su calor masculino junto a ella, y no deseaba sentir otra cosa más que él, que estaba dentro de ella, ambos estaban más unidos que nunca.
 Ésta era sin duda una de las mejores cosas de estar tan unidos.
 Dick fue penetrándola en el agua cada vez más rápido, mientras ambo gemían y se sentían hasta algo mareados del placer que sentían, que iba a oleadas, cada vez más y más rápidos, hasta que volvió a estallar el clímax.
  Nereida se giró, y sus labios volvieron a juntarse. Apoyando los brazos alrededor de su cuello, sintió como los de él se afianzaban a su cintura. Y entonces, ambos se volvieron a sumergir en el agua, como si no hubiese un mañana…
 
 El amanecer se presentó claro y hermoso. Vergalda amaneció como si hubiese sido un bello cuadro pintado a manos del mejor pintor del mundo. Todos se fueron despertando como si saliesen del más dulce de lo sueños. Toda la vida de allí habitaba se presentó feliz aquella mañana, más feliz de lo normal, lo cual no se podían explicar. Pero, como toda felicidad bien dada, no se preguntaron el por qué, simplemente se dejaron llevar por esa felicidad.
 El amanecer llegó lento, como si la luna se negase a marcharse, para dar por finalizada la noche.
 Pero finalmente llegó, y con ese amanecer llegaría un día que sin duda nadie olvidaría jamás.
   Se había producido algún cambio importante aquella noche, algo de lo que ya no se podría volver atrás. Formaba parte de todo aquello que era real e irrevocable, y era imposible echarte atrás.
   Pero no tardaría en traer consecuencias.

19. Una nueva sorpresa


La vida de Ginebra transcurría de un modo apacible y feliz en su aprendizaje. Además, había algunos cambios en su vida que le estaban resultando muy pero que muy agradables, tal como le contó en una carta a Nereida, que decía lo siguiente.
Querida Nereida:
 ¡Estoy tan feliz aquí! Ya sé que es algo que he repetido muchas veces ya, pero es que mi felicidad crece más y más día y día, y no puedo pasarme sin repetirlo de vez en cuando. Quizás así pueda contagiar mi felicidad a unos cuantos, ¿quién sabe?
 Por cierto, me gustaría que me contarais las últimas novedades de Vergalda, y sobre Angélica, ¿qué tal va su embarazo? ¿Se encuentra bien o ha nacido ya el bebé? No sé si será niño o niña pero espero de todo corazón que sea una niña, la verdad.
 Además, creo que debería contaros otra cosa. He conocido a alguien. Tengo un amigo que se llama Cedric y que es muy amable conmigo, y muy cortés, os juro que es todo un amigo, y un amor. Creo que quiere algo conmigo, pero aún no estoy yo muy segura de si aquello será cierto o no. ¿Lo será?
 No lo sé, la verdad, pero me encantaría que fuese así. Pero de todos modos no sé si lo quiero o no.
 De todos modos, es aún demasiado pronto para decidir eso, mi querida hermana. Pero espero que florezca algo entre nosotros dos.
 ¿Y vos que tal os encontráis? Espero que en vuestra próxima carta me contéis novedades que sean sumamente interesantes. Tengo el presentimiento de que así será, ¡aunque no pienso deciros el por qué!
 Bueno, me despido por ahora. Espero vuestra próxima carta con impaciencia.
 Firmado:
 Vuestra hermana que os quiere:
 Ginebra Castillo Dalma.
 Nereida leyó la carta y suspiró. La dobló y la guardó en su cajita, dónde guardaba todas las cartas de su hermana y otras cartas de las que había sido incapaz de deshacerse. La letra florida de su hermana era más hermosa y elaborada que nunca. Y se preguntó quién sería ese Cedric. Ginebra debería de tener cuidado, aunque de todos modos ella sabía cuidarse muy bien solita, y tenía un talento innato para ver la bondad o la maldad en el corazón humano, eso Nereida lo había sabido siempre.
  Además, su carta tenía un tono misterioso que la intrigaba sobremanera. ¿Qué habría querido decir con eso de que iba a pasar algo? ¿Qué habría planeado Ginebra? Algo había hecho. Conociéndola como la conocía Nereida, sabía muy bien que algo había hecho, eso estaba más claro que el agua. Así que se levantó de su tocador y sonrió, cogiendo fuerzas para ir a animar a su hermana Elizabeth.
 Elizabeth había salido de palacio junto a Julian, para cumplir con su parte del trato. La muchacha estaba extremadamente pálida, y parecía muy triste. Y no quería imaginarse Nereida como estaría al regresar.
 Desgraciadamente, sus temores se cumplieron. Elizabeth regresó a casa demacrada y con lágrimas en los ojos. Nereida fue a sus aposentos a consolarla, cosa que era algo casi imposible para ella.
 No se separó de su hermana hasta que ésta se quedó profundamente dormida…
 -¡Victoria, tengo que hablar con vos!-gritó Dayana, buscando a su prima y dama de compañía.
 Victoria llegó, estando tras la reina Dayana.
-Aquí estoy, majestad, ¿qué es lo que deseáis?
-Os he llamado para hablar con vos de un par de cosas muy importantes. Seguidme a mi despacho, por favor.
 Victoria asintió y siguió a la reina, algo nerviosa. No pudo evitar mirarse los pies, temiendo, por la expresión de la reina, lo que fuera que tuviera que decirle.
 Ya en el despacho, Dayana dijo:
-Ha llegado a mis oídos la relación que tenéis vos con nuestro invitado, Julian.
 Genial, eso era justo lo que ella se temía. Victoria agachó la cabeza y asintió, confirmando los rumores.
-Espero que pronto venga a pediros la mano, Victoria.-dijo Dayana con una cordial sonrisa. Victoria deseaba de todo corazón que los rumores acerca de su relación con Julian no llegasen al punto de hacia dónde habían llegado.
 Y sus relaciones habían llegado muy pero que muy lejos. Quizá demasiado.
-Eso me gustaría, Majestad, pero no sé si lo hará.-dijo Victoria, con voz temblorosa.
-¿Y eso por qué?-preguntó la reina Dayana, claramente sorprendida.
-Pues a decir verdad, ¡no lo sé! Julian parece estar enamorado de mí, pero no estoy muy segura de que vaya a pedir mi mano. No parece más que un amor platónico, o quizás un amor cortés.-Victoria suspiró, aunque en el fondo sintió ganas de echarse a reír. Lo que Julian y ella tenían era de todo menos  cortés, y platónico ya ni digamos.
-Pues debería. Hacéis una pareja preciosa, a pesar de que me pese. Soy feliz por vos, pero si os soy sincera, me hubiera gustado que Julian le pidiese la mano a Nereida. Siempre he pensado que amaba a mi hija.-dijo Dayana, con algo de esperanza.
-No lo creo, Majestad. Le conozco lo suficiente para saber que no es amor lo que siente por ella, es otra cosa. Y su hija no le quiere. Todos han visto como le odia. Aunque quizás sólo sea pura fachada, ¿quién sabe?
-¡Pura fachada! Nereida no es así. De todos modos, creo que pronto tendré que hablar con ella de este asunto. Me gustaría ayudar a mis hijas con esto del matrimonio, y a vos también.
-En mi caso sería un poco más difícil, pero os lo agradezco, de verdad.
-No hay de qué. Ahora podéis retiraros, Victoria. Me gustaría hablar con mi hija.
-De acuerdo Majestad.-Victoria hizo una reverencia y se marchó. Dayana mandó convocar a su hija.
 Al rato Nereida entró, con la mirada algo triste por Elizabeth.
-¿Para qué me habéis llamado, madre?
-Venid, sentaos aquí, me gustaría hablar con vos un rato. Es importante.-Dayana le indicó un sitio a Nereida y luego se sentó ella.-Tengo que hablar con vos de algo de lo que tendríamos que haber hablado hacía ya muchísimo tiempo.
-Ya me lo imaginaba-dijo Nereida simplemente.
-Bien. Primero, ¿qué tal va la relación con vuestro padre?
-Genial. A decir verdad cada vez me llevo mejor con él. Mejor de lo que creía, la verdad.-Nereida sonrió. A medida que habían pasado los días había conocido mejor al general Baptiste. Y aunque echaba de menos al rey Raimundo, a quién consideraba su padre a pesar de todo, le estaba cogiendo cariño a aquel hombre.
-Me alegro mucho. Es un alivio ya, la verdad. Y Ahora tengo que pasar con vos a un asunto de extremada importancia. Julian. ¿Qué es lo que sentís por ese muchacho?-preguntó Dayana, mirando a su hija directamente a los ojos.
 La reina esperaba que su hija se sonrojase, o mirase hacia abajo nerviosa. Pero su reacción no fue ni mucho menos la que ella esperaba (o deseaba)
  La tristeza de los ojos de Nereida fue sustituida por una furia que llameó en sus ojos como si fuese fuego. Sólo pensar en él la ponía furiosa.
  Así qué, tras morderse el labio inferior, dijo:
-Es muy difícil definir lo que siento por él madre. Y a pesar de todos los rumores, no es amor lo que siento por él. Nunca le amé y nunca le amaré jamás, y ni quiero hacerlo. Él jamás será algo para mí.-Eso Nereida lo tenía clarísimo. Y Julian también.
-Vaya, me sorprendéis, hija mía. ¿Nunca habéis sentido ni siquiera algo de aprecio por ese pobre muchacho?-Nereida sintió entonces unas ganas tremendas cuando su madre dijo “ese pobre muchacho”. Julian no estaba en esa situación.
-Aprecio…bueno, he de confesaros que antes le tuve algo de aprecio, pero ahora ya no. Nunca más volveré a sentir aprecio por él.-dijo Nereida con tristeza.-Y la verdad, no sé por qué.-añadió después, antes de que su madre le preguntase algo. No tenía la más mínima intención de permitir que nadie supiese lo que había pasado en realidad. Jamás.
¡Antes la muerte!
-De acuerdo, hija, entonces tendremos que esperar un poco antes de que encontréis al hombre adecuado…aunque lo lamento, la verdad. Julian parecía un buen muchacho para vos.
-Lo sé. Lo siento mucho, madre.-Nereida suspiró, pensativa. Si su madre hubiese sabido la clase de muchacho que era Julian en realidad, jamás habría dicho semejante cosa. Conociéndola, jamás.
 Pero eso Dayana no lo iba a saber, desde luego.
-¿Puedo retirarme ya, madre? Necesito hablar con Elizabeth.
-De acuerdo, hija mía, podéis retiraros.-dijo la reina con una sonrisa, comenzando a mirar unos papeles.
 Nereida se levantó y se retiró a sus aposentos, no sin antes abrir disimuladamente la puerta de los aposentos de Elizabeth, quién en aquellos instantes dormía profundamente, pero con pesadillas. Muchas pesadillas…
 -¿Se puede saber qué estáis buscando, muchacho?
-Sólo quiero que me dejéis un caballo para poder seguir mi camino. Le pagaré, se lo juro.
-Siento mucho lo que ha pasado con vuestro caballo, pero no tengo ninguna intención de vender mi caballo a un rebelde, ¡podrían ahorcarme por ello!-dijo el anciano decrépito, con un asomo de temor en la mirada.
-Ya le he dicho mil veces que yo no soy un rebelde, que no soy más que un viajero cansado. No tengo nada que ver con ellos. ¡Nada qué ver!
-¿Ah, no?- Insistió el anciano, señalándole con un dedo acusador.-¡Pues lo parecéis!
-He tenido problemas con ellos, eso es todo. Por favor, ¡os pagaré el doble si es necesario!
 El viejo se lo pensó durante un buen rato, a pesar de que seguía conservando aquel asomo de temor en la mirada. Luego asintió.
-Está bien. ¡Pero si alguien os pregunta, yo no os conozco!
-¡Muchas gracias!
 El viajero pagó la cantidad que le pidió el anciano por el caballo. Y luego, montándose en él, emprendió el camino hacia su destino…
Elizabeth se despertó poco a poco, como si se estuviese despertando de un sueño muy pesado. Abrió los ojos lentamente y luego se incorporó en la cama, preguntándose dónde estaría.
 ¿Qué significaría aquel sueño? Había sido sin duda el más extraño que había tenido jamás. Sin embargo, tenía curiosidad. Era como una especie de profecía.
  Pero…¿sería una profecía buena o mala? ¡En fin pronto lo comprobaría!

 Pasaron algunos meses más, y los bebés de Angélica crecieron rápidamente. Se convirtieron en unos bebés grandes y sanos. Catherine ya cogía cositas para morderlas, a pesar de que aún no tenía dientes e Isaac parecía que lo único que quería era hacer el trasto por ahí, sacando de quicio a sus tías y a su abuela. Cuando lo lograba se echaba a reír y daba palmitas.

  Ginebra veía todos los días cómo se acercaba el verano. Deseaba que llegase, pues deseaba ir a ver a los bebés de Angélica. El día en el que recibió la carta de Nereida con la noticia estaba que echaba chispas.
 Había decidido que había llegado el momento de hacerle una visita a su familia. Más concretamente al palacio de Angélica, quién ya había vuelto a casa con los bebés, a pesar de que el peligro no había pasado del todo.
 ¡Se moría de ganas de ver a los bebés! Y de paso de volver a ver a sus hermanas, aunque por el momento no pensaba hacerle a Vergalda ninguna visita. Suerte que el verano estaba cerca, y que pronto le darían las vacaciones.
 No le había dicho nada a sus hermanas, ni siquiera a Nereida o a Elizabeth, acerca de su futura visita, pues deseaba que fuese una sorpresa, ¡una agradable sorpresa! ¡Qué alegría se llevarían sus hermanas! Y los bebés…un niño y una niña. Perfecto, eso ahorraba muchos problemas de quién debía nacer primero y quién no. Teniendo ya la parejita, no habría más problemas que plantearse, los siguientes hijos que tuviesen Enrique y Angélica podían salir como quisieran.
  Además, también pensaba en Dick. Deseaba con todas sus fuerzas que llegase a palacio sin ningún problema. Pero estaba algo inquieta. Quizás demasiado. Ella, al igual que sus hermanas, sabía muy poco acerca de la guerra que se estaba avecinando y tenía miedo, muchísimo miedo de que fuese algo grave. Por las heridas de Dick, estaba claro que el pobre hombre no lo había pasado nada bien.
 Ginebra no tenía ni idea de hasta qué punto. ¡Afortunadamente para ella!

 -Y ahora estás condenado a la tierra. Y ahora estás condenado en la tierra, que ha abierto su boca para recibir la sangre de tu hermano. Mientras labres esta tierra, a partir de ahora no le darás fortaleza. Serás un fugitivo y un vagabundo en la tierra…y la venganza contra quién te mate será siete veces siete…-recitó Bellatrix, con la Biblia en las manos. Katherine, quién ahora cuidaba de la niña mientras Dayana estaba cumpliendo algunas de sus obligaciones, suspiró.
-La Biblia no es tan agradable como dicen.-dijo.
-Por supuesto que no.-dijo Bellatrix.-sus párrafos son oscuros, llenos de secretos y de códigos secretos que han de ser descifrados.-Y dentro de poco caerás en la más profunda oscuridad, te convertirás para siempre en un demonio y estarás condenado a servir a Satanás.
-Eso no viene en la Biblia.-replicó Katherine.
-Por supuesto que no, eso lo he dicho yo.-dijo la niña, pasando más páginas de la Biblia, buscando algún párrafo que le interesase. Pero al no encontrar ninguno más cerró el libro y lo guardó en la estantería más cercana. –Me aburro aquí. Acompañadme a los jardines.
-Está bien, señorita Bellatrix-dijo Katherine, levantándose para acompañar a la pequeña.
 Inés las vio marchar y suspiró. Había algo en la pequeña Bellatrix que no le gustaba nada, aunque no sabía el qué. ¿Un lado oscuro quizás?
 “¡Ridículo!” Pensó después. Seguramente lo habría pensado por su actual estado de ánimo. Tal vez fuese ella quién tenía un lado oscuro que estaba floreciendo en aquellos instantes, ¿quién sabe?
Por lo que suspiró y salió de la biblioteca…

 Nereida se despertó a la medianoche de aquel día, exactamente igual a como lo había hecho Elizabeth. Poco a poco, como si saliese de un sueño pesado, a pesar de que no había estado soñando prácticamente nada, por suerte para ella.
 Se levantó y miró hacia la ventana, por pura pereza. Pero entonces oyó otro sonido. Un silbido. Exactamente el mismo que la había despertado antes. ¿De dónde sería? La muchacha miró de un lado para otro y oteó por la ventana, como si allí pudiese encontrar el origen del sonido, a pesar de que sabía que semejante cosa era completamente imposible.
 Pero entonces algo le golpeó la cabeza.
-¡Au!-gritó la muchacha, frotándose la cabeza.
 Luego miró de un lado para otro, pues había oído un golpe sordo, de algo que caía al suelo. Y entonces lo vio. Una carta con un paquete al lado.
 Nereida no tenía la menor idea de cómo demonios había llegado la carta hasta allí, pero poco le importaba. Lo único que deseaba era abrir la carta y leer lo que ponía. Seguramente sería una carta de Ginebra, ya que ella siempre le mandaba cartas de esa formas, con una lechuza rápida y escurridiza que te daba un picotazo si no le dabas nada para picar.
 Pero, aunque no vio ninguna lechuza esta vez, Nereida creyó que lo era. Así que abrió la carta y la leyó.
 Querida Nereida:
  Me gustaría que fueseis a la cueva del agua esta noche, alrededor de la una de la madrugada, o antes si es posible. Alguien os está esperando. Es una sorpresa, pero creo que os gustará.
 Antes de pensar en si ir o no, cogió el paquetito y lo abrió. Un collar. Un collar de amatistas que brillaba como si fuese lo más valioso del mundo. Nereida se lo puso y volvió a mirar por la ventana, con un brillo extraño en la mirada.
 La carta no tenía firma, y la letra tampoco era reconocible. No era nada que hubiese leído antes, ni siquiera la noche fatal en la que Luna había desaparecido, así que, sin poder evitarlo, se dejó llevar por la curiosidad. Se vistió, cogió una capa negra, una vela, y una espada ( a pesar de que no tenía la más mínima idea de cómo usarla, no era capaz ni siquiera de coger una espada sin caerse al suelo por culpa de su peso), más tarde una daga y luego se puso en camino hacia la cueva.
 Nereida se sentía mucho más segura con la daga, pues eso era algo que sí que sabía usar. Además, no deseaba ser débil, hacía ya casi un año que había tomado la resolución de ser una muchacha fuerte, y lo estaba haciendo medianamente bien.
 Y así pensaba seguir. No era fuerte, pero sabía bien como apañárselas.
 Aunque aquella noche no sentía ningún miedo, lo que sentía era más bien algo parecido a la curiosidad.
 No sabía por qué, pero era así. Se moría de ganas de saber qué era lo que le esperaba en la cueva de agua. Quizás fuese Ginebra, que volvía y quién deseaba concretar algunos planes con su hermana, y le había mandado una carta así por si alguien la interceptaba.
 Eso sería lo más probable. 
Quizás fue eso lo que movió a Nereida a levantarse y salir hacia la cueva del agua. Era una de las pocas cosas que de veras podía hacerla feliz. Así que no paró hasta llegar a la cueva del agua.
 Oteó por todas partes en aquella oscuridad para buscar a quién fuera que la estuviese esperando. Era difícil, pues todo estaba en calma, como la noche misma en un lugar cómo aquel.
 Pero, entonces, vio una sombra junto al agua, encima de una roca. Nereida se acercó a verla, y cuando se dio cuenta de quién era, sonrió ampliamente.

viernes, 24 de junio de 2011

18. El lago de las sirenas


-¡No me lo puedo creer!¡No señor, no puedo ni quiero creérmelo! ¡Qué vaya a obligaros a hacer semejante cosa!-dijo Nereida  más tarde en los jardines de palacio, paseándose de un lado para otro, furiosa.
-Pero es así, Nereida, y no voy a tener más remedio que hacerlo.-dijo Elizabeth entre las flores, abrazándose a sí misma.-Ya es demasiado tarde para echarse atrás.
-¡Pero deberíamos poder hacer algo!-replicó Nereida, mirándose las manos y sentándose junto a Elizabeth.
-No podemos hacer nada. Esto es como la muerte, forma parte del horror de lo que es real e irrevocable.-suspiró Elizabeth, apoyando la cabeza en el hombro de su hermana.
 Nereida suspiró. Sabía incluso mejor que Elizabeth que aquello era cierto, una verdad grande como una catedral. Apoyó la cabeza en la cabeza de su hermana y suspiró también, con un auténtico remolino de pensamientos en su cabeza…

-¿Se puede saber qué pasa?-preguntó Ginebra, levantándose de la cama y yendo hacia la ventana. Una lechuza la esperaba allí, con una carta en las patas. Ginebra se las desató y comenzó a leer la carta:
 Querida Ginebra:
 No creo que me conozcáis, pero yo si os he visto varias veces, cuando ibais y veníais por la escuela. Conozco a vuestra hermana muy bien. Así que me gustaría que, aunque parezca una locura, me hicierais un pequeño favor:
 Me gustaría que fuerais esta noche a verme, alrededor de la media noche, en el lago de la sirenas. No tengo ninguna intención de haceros daño, lo único que deseo es hablar con vos. De todos modos, princesa, sois más poderosa que yo, que no soy más que un muggle, así que de todos modos no creo que tengáis nada que temer. Se lo ruego, es importante, muy pero que muy importante.
 Atentamente:
 El hombre de las mil caras.
 Ginebra leyó la carta varias veces y arrugó el ceño, pensativa. Aquella letra le sonaba de algo, aunque la chica no lograba recordar de qué. Pensó y pensó hasta que entonces lo recordó. Y sonrió ampliamente.
 “Iré a veros, desde luego. Siempre he querido conoceros” pensó Ginebra, rompiendo la carta en mil pedacitos y echándola al fuego para que nadie más pudiese leerla…
 La noche llegó más rápida de lo que Ginebra habría creído, y cuando todos estuvieron dormidos, Ginebra se levantó. No era demasiado fácil eso de andar por las pasillos de Hogwarts por la noche, ya que había fantasmas rondando por allí, así que tendría que ir con mucho cuidadito. Con demasiado quizás.
 Pero ella sabía muy bien lo que tenía que hacer. Simplemente no iría por los pasillos, algo tan sencillo como eso. Sacó su varita y se acercó a su ventana. Pronunció un conjuro que hizo que una cuerda blanca saliese de ella y bajase por la torre.
 Luego agarró la cuerda a un lugar bien seguro y comenzó a bajar por ella. Estando ya abajo, hizo desaparecer la cuerda con un conjuro. Ginebra soltó una risita.
  La magia era lo más maravilloso que existía, pero también existían soluciones sencillas que podrían facilitar un poco las cosas. Lo único que había que hacer era ser un poco lógico. Una de las pocas ventajas a las que los muggles podían arreglarse, aunque había que decir que muy pocos conocían las maravillas de la lógica. ¡En fin, poco importaba eso! Mientras conociese ella la magia de las cosas sencillas, lo demás poco importaba.
 Así que la muchacha se puso su capa negra y se perdió entre las sombras de la noche, derechita al lago de las sirenas.
 A Ginebra le encantaban las sirenas, a menudo se iba a pasar el rato al lago para charlar con ellas, o simplemente para hacer los deberes bajo la copa de un árbol.
   Incluso a veces llegó la posibilidad de plantearse eso aprender sirenio, el idioma de las sirenas. Pero por ahora no se decidía, ese idioma era bastante complicado. (Más que el chino, ¡y ya era mucho decir eso!
  -¡Lumos!-exclamó Ginebra, haciendo que de su varita prendiese una hermosa luz blanca que le permitió ver en la oscuridad.
 Había muchas cosas por ver, pero no veía al hombre que la había citado allí. Al menos no durante un buen rato.
 Pero cuando ya iba a darse por vencida lo vio allí, sentado a las esquinas del lago, vestido con una capa negra más oscura que la de Ginebra, de tal forma que se confundía mejor que ella con la oscuridad.
  Ginebra se acercó al hombre y le dio un toquecito en el hombro. Él dio un respingo y se giró. Luego se levantó y se quitó la capucha, sonriente.
 La princesa tuvo que contener una auténtica exclamación de sorpresa. ¡Ese hombre se parecía tanto a Julian! Tenía unos rasgos parecidos, era igual de alto que él y su porte era parecido al suyo. Pero llevaba el cabello moreno con algunos mechones cayéndole por la frente, ojos claros, brillantes, y unas facciones que se le antojaban más joviales que las de Julian.
 Si eso, era más hermoso.
-Saludos, princesa.-empezó el hombre, haciendo una reverencia. Tenía una voz agradable, muy masculina pero que le recordaba a la de aquellos que conformaban su orquesta de palacio.
-Vos sois Dick, si no equivoco…-dijo Ginebra.
 El hombre pareció muy sorprendido de que ella supiese quién era. Quizás demasiado. Ginebra se sorprendió de que no se lo esperara.
-Vaya, parece que Nereida os ha hablado de mí…
-Un poco nada más, lo poco que he conseguido sacarle.-dijo Ginebra, con una risita de petulancia.
-¿Y qué os ha contado de mí?
-Simplemente que os quería.-al momento Ginebra se arrepintió de su atrevimiento, aquello era demasiado. Pero el hombre no pareció ni mucho menos avergonzado. Sonrió ampliamente y Ginebra pudo ver que incluso llegaba a sonrojarse.
-Entonces con sólo eso os lo ha contado casi todo…pero no es eso a lo que he venido aquí…bueno, en parte sí, pero tal como dije antes, no del todo.-Dick se rascó la cabeza, como si estuviese buscando las palabras adecuadas para decir lo que tenía que decir.-Veréis, princesa Ginebra, me he enterado de que un tal Julian está alojado en Vergalda…
-Así es. ¿Le conocéis?-preguntó Ginebra.
-Desgraciadamente, demasiado. Me he enterado por fuentes secretas de que vos estabais aquí, y me gustaría que me hicieseis un pequeño favor.
-Decidme cuál eso.-dijo Ginebra, muerta de curiosidad.
-No es nada difícil, lo que me gustaría es que me consiguierais un mapa que condujese a Vergalda…necesito ir allí, tanto por motivos políticos como por los otros.
-¿Un mapa? Pues no sé yo si tendré...¡o, sí!-Ginebra tenía un mapa, por si por algún motivo tenía que regresar a casa, aunque se acordaba muy pocas veces de él, y mucho menos dónde lo tenía puesto. Si lo encontraba y lo duplicaba, cosa que sería muy fácil para ella, entonces no habría ningún problema.-Por supuesto que tengo un mapa, se lo entregaré sin problemas. No está en mi carácter confiar demasiado rápido en las personas, pero hay algo en vos que me gusta.-Ginebra tenía que admitir que incluso más que en Julian, y eso ya era decir. Había algo en los ojos del hombre que reflejaban una bondad que le gustó mucho a Ginebra. Y ella sabía muy bien cuando había bondad en el corazón en el corazón de un hombre y cuándo no.
-Muchas gracias, princesa Ginebra, de verdad. Se lo agradeceré de veras.
-No hay de qué. Lo único que yo deseo, de verdad es ver a mi hermana feliz. Y estoy segura de que estará feliz nada más veros.
-Eso espero.-suspiró Dick, pensativo.
-Bueno, le daré el mapa.¡Esperad aquí un momento!-gritó Ginebra, corriendo de vuelta hacia su habitación antes de que Dick pudiese decirle nada.
 Lo hizo todo en un abrir y cerrar de ojos, repitiendo el mismo proceso del que se había servido antes para escapar de su habitación. Duplicó el mapa y regresó junto a Dick. Cuando se lo dio, dijo:
-Espero que tengáis muchas suerte, Dick.
-¡Muchas gracias, de verdad, princesa Ginebra!-dijo Dick, dándole un abrazo sin poder evitarlo.
 Ginebra le volvió el abrazo, pero entonces le notó algo raro y preguntó, preocupada:
-¿Qué os ha pasado? Parecéis herido.-Efectivamente así era. Ginebra había notado el tacto suave de las heridas, pero que de todos modos parecían cortes bastante graves.
-Esto…sí, sólo eran heridas de guerra.-dijo Dick en cierto tonillo de amargura. Efectivamente, eran heridas de guerra. De una guerra muy pero que muy sangrienta, quizás demasiado. La más sangrienta que él había podido conocer jamás.
 Ginebra sacó su varita y apuntó a una zona de la espalda del hombre. Murmurando un conjuro, provocó que una luz de un blanco puro saliese de su varita y se colocase sobre una de las muchas heridas del hombre.
 Milagrosamente, la herida comenzó a cerrarse.
 El hombre contempló aquello maravillado.
-Dejadme que os cure.-dijo Ginebra.-No me gustaría que os atacasen en ese estado…podrían mataros y entonces…-Ginebra meneó la cabeza, preocupadísima. No quería que a Nereida le pasase lo mismo que le había pasado a Elizabeth, eso sería un duda una enorme tragedia, algo que ella no estaba dispuesta a permitir ni por asomo.
-Está bien-asintió Dick, quedándose muy quieto. La verdad es que era un alivio poder al fin librarse de sus heridas. Sería como una parada en el viaje, un descanso de sus duras batallas.
 Por lo menos, no estaría tan expuesto al peligro si lo volvían a atacar.
 Ginebra se acercó al hombre y comenzó a curar sus heridas, esto era algo que se le daba muy bien, era lo que mejor se le daba en todo el mundo de la magia. Se sentía muy feliz haciendo aquel trabajo, era lo que más le gustaba.
 Y, en menos de veinte minutos, el hombre estuvo completamente curado.
-No tengo palabras para agradeceros esto.
-Hay una forma: si hacéis feliz a mi hermana, me pagaréis esto de sobra.-Eso era lo único que Ginebra quería. Tenía la esperanza de que triunfase el amor sobre todas las convenciones del mundo, que su hermana fuese tan feliz como ella.
 Y luego tal vez pensaría como apañárselas para sacar a sus hermanas de la misma situación en la que Nereida se encontraba actualmente. Si lo lograba, se sentiría sin duda la mejor persona del mundo.
-Ahora tengo que marcharse. Gracias otra vez.-dijo Dick, montándose en su caballo.
-No hay de qué. ¡Adiós! ¡Espero volver a veros algún día!-dijo Ginebra, observando como el hombre se marchaba y diciendo adiós con la mano.
 Luego se puso su capucha negra y regresó al castillo, con una esperanza floreciendo en su corazón…
 El amanecer era dudo, sin duda alguna. Para algunos más que otros, desde luego. Sobre todo para Elizabeth, que aquel día tenía que hacer algo por lo que se odiaría durante el resto de su vida, y quizás durante parte de la siguiente.
 Nereida, en cambio, se sentía muy extrañada de que Julian no le hubiese dicho nada a ella, tal vez sólo quería informarla…para hacerla sufrir más. Y eso era algo que la chica no soportaba. Pero en el fondo se sentía aliviada. Bien podría haberle pedido que le hiciese daño a Dick, o algo peor todavía. Y ella era demasiado débil para resistirse, cosa que ella odiaba. 
 Solamente se sentía mejor, al igual que Elizabeth, cuando ayudaba a Angélica a cuidar de los dos pequeños. Los bebés eran un soplo de alegría, un auténtico consuelo en aquellos instantes de necesidad, sin duda alguna.
 Algo que necesitaba desesperadamente.
 Catherine e Isaac crecían muy deprisa, lo que hacían todos los bebés. Eran dos bebés rubios y de ojos tan azules como los de Angélica, que ya eran un poco trastos, sobre todo Isaac.
 Catherine prometía ser una niña muy curiosa, quizás demasiado, y esto era algo que le recordaban de su tía Ginebra. Una niña que se moría por aprender cosas del mundo de los adultos, y que deseaba aprenderlo todo.
  Aunque Elizabeth, de vez en cuando, sentía ganas de llorar. Veía delante de sí un futuro que también podría haber sido suyo. Pero quería muchísimo a los bebés y estaba muy feliz por su hermana.
 Durante toda la mañana estuvo ayudando a su hermana, como si quisiese refugiarse en los bebés para olvidarse de lo que tendría que hacer.
 Bellatrix se pasó todo el día paseándose por el castillo, mirando a los bebés y simplemente contemplando la actividad que se desarrollaba en palacio.
 Y compuso una nueva poesía, que casi sonaba como una canción y que en algún momento tocaría en el piano, además de recitarla.
                     Una nueva vida nace
             Y una nueva esperanza renace,
           Más muchas almas parecen desgraciadas,
             Sumidas en sus propios problemas

          Pensando en su propio futuro,
        Que está lleno de oro y de mirra,
        Pero cuyo oro no es oro,
      Pues es como una flor marchita

        Qué da muchas vueltas,
   Y que a pesar de todo,
   Al final decidirá no dar más vueltas,

   Para sumirse en la sombra maldita
   De aquellos sueños que no llegaron a cumplirse
 Por culpa de un desatino fatal…

 Bellatrix se pasó todo el día canturreando esta poesía con su vocecilla infantil, convirtiéndola a veces en una simple poesía, otras veces en una canción, y otras en una simple profecía.
    Aquel soneto le había gustado, por lo que decidió sentarse al piano y tocarla, a pesar de que aquel día no estaba su profesor de piano. Así que se encaminó hacia el salón y se sentó en el piano, buscando la melodía adecuada para su nueva poesía.
 Tardó mucho rato en encontrarla, pues ella era una niña muy exigente en aquellos asuntos. No encontró nada que le gustase, así que decidió componer ella misma la canción.
 No le costó demasiado, pues había recibido muchas clases, y Bellatrix era una niña que aprendía muy rápido, era bastante inteligente, casi  más inteligente que Ginebra, debido en parte a lo reflexiva que era.
 Cuando encontró la melodía la puso frente al piano y se puso a tocarla con parsimonia.
  Tuvo que hacer varios intentos para encontrar el modo adecuado de empezar, pero finalmente lo encontró, y no tardó en estar absorta en la canción. Aparte de tocarla, comenzó a cantarla alegremente.
 Aquella melodía, mezclada con la melodiosa voz de la pequeña, llegó a todas partes del castillo, como si formase parte del viento o de la mañana. Cada uno de los presentes sintió algo extraño con aquella canción, como si de un soplo de aire fresco se tratase. Fue algo bueno, muy pero que muy bueno. Todos se sintieron muy bien con aquella música, como si estuviesen sumidos bajo un hechizo.
 Inés, que estaba muy cerca de allí, se sentó y cerró los ojos, dejándose llevar por la música, hacia pensamientos agradables. Adriana estaba en los jardines, pero la música le llegó, y se sentó entre las flores a dejarse llevar también. Yvette estaba en tomando el té, y comenzó a canturrear la canción.
 Elizabeth, que estaba con los bebés, sonrió y meció un poco la cunita de las criaturas con el movimiento de la música. Era un pequeño consuelo sentir la música, a pesar e todos los problemas que tenía. Le hacía sentir que el mundo era mejor por un ratito, que estaba tan lleno de armonía como ella había querido y querría por siempre jamás, como si fuese un sueño hecho realidad.
 Nereida y Anne estaban en la biblioteca, leyendo y discutiendo bajito lo que leían. Al escuchar la música suspiraron y sonrieron.
-Ah, la pequeña Bellatrix. Estoy segura de que tendrá un brillante futuro por delante.-dijo Anne.
-Desde luego. Tenemos que asegurarnos de que así sea.-dijo Nereida. Aquella música le traía recuerdos agradables, a pesar de que la letra sugería otras cosas.
 Dayana llegó al salón, atraída por el sonido de la música. En cuanto vio que era su hijita quién tocaba aquella música, sonrió. Se sentía muy orgullosa de la pequeña, la veía como un pequeño angelito que había aprendido mucho y que sería perfecta.
 Además, aquella música... Dayana se sentó junto a Inés y miró a la niña, con los ojos brillantes por el orgullo. Aquella era su hija pequeña, una Castillo Dalma digna.
  Aquella música le había dejado un buen regusto, le recordaba a las música que ella tocaba en su infancia junto a su hermano, que aunque lo recordaba con amargura, siempre se sentiría bien recordando aquellas tardes en la que tocaban juntos.
 Es más, Bellatrix y Ginebra tocaban casi tan bien como él, ambas tenían el mismo toque hechizante con su música.
   Dayana cerró los ojos y murmuró unas palabras que hacía mucho que no cantaba:
                                 No vayas a dónde no debes,
               Recuerda que siempre estaré a tu lado,
                Aunque no me veas jamás,
                               Seré tu ángel de la guarda,
                                  Estés dónde estés,
                         Por y para siempre…


jueves, 23 de junio de 2011

17. Catherine e Isaac de Aragón.

 El tiempo pasó más lentamente todavía después de la marcha de Luna. Es cierto que no era una despedida para siempre, pero era casi igual de triste que la marcha de Ginebra, sentimiento que quedó agudizado cuando la reina Dayana anunció, como excusa, que Luna había muerto, para que nadie descubriese que la muchacha era un vampiro. Todos estuvieron tristes, pero por suerte llevaban cierta esperanza en sus corazones, debido a la posible vuelta de Luna. Si lograba ser como Anne, entonces no había nada que temer. Eso sí, tendría que hacer uso de una identidad falsa, aunque no era necesario que se cambiase el nombre. Le pegaba, ahora era pálida como la propia luna.
 Angélica se alojó en el castillo los últimos tres meses de su embarazo, debido a que Enrique se había visto envuelto en otra guerra, su reino se estaba llenando de soldados y de planes secretos, y Enrique no quería que un imprevisto pudiese hacerle daño a Angélica o al bebé.
 Así que Angélica se quedó allí durante aquel tiempo, algo preocupada porque el parto llegase a ser difícil, debido a lo gorda que se estaba poniendo y lo débil que se sentía a veces. Pero estaba más preocupada por el bebé. Deseaba que naciese sano y salvo, sin que nada le pasase. Era su primer hijo, y le daba igual que fuese niño y niña, lo importante es que era el hijo del amor, el hijo de Enrique y de ella.
 Sus hermanas la cuidaron con vehemencia, haciendo lo posible para que no hiciese ningún esfuerzo y se tomase cosas que supuestamente harían a la criatura más sana. Sobre todo Adriana e Inés, que veían en su futuro una próxima boda, y deseaban prepararse para su futura maternidad. Nereida estaba casi igual, aunque le costaba mucho imaginarse como madre. En sus sueños se imaginaba que él y ella eran los padres de varias criaturas…
 Pero, desgraciadamente, era eso lo que le parecían: sueños. Sueños que no llegarían a cumplirse jamás.
  Y entonces el tiempo pasó y llegó la hora del parto. Fue un parto bastante difícil, y que duró muchísimas horas, tal como Angélica se temía. Fue asistida por sus hermanas y por Katherine, la curandera que había llegado para sustituir a Luna, que aparte de cumplir con sus funciones curaba con sus hierbas algunas enfermedades, y asistía partos, lo cual les fue muy útil, pues comadrona era muy buena. Es más, si no hubiese sido por sui ayuda es muy probable que Angélica no hubiese sobrevivido al parto.
 Pero sobrevivió sana y salva, al igual que…los dos bebés que tuvo. Un niño y una niña perfectamente saludables a los que se les puso el nombre de Catherine e Isaac de Aragón. Dos bebés rubios que lloraban mucho y que se reían otro tanto, dos criaturas que parecían angelitos.
 El día del parto, cuando Angélica los vio por primera vez, se sintió la persona más afortunada de mundo. Y efectivamente, lo era…
-Angélica…son preciosos…¡habéis sido muy afortunada!-dijo Nereida días después del parto, mientras cogía a la pequeña Catherine en brazos. La niña estaba despierta y miraba de un lado para otro, como si tuviese ya curiosidad por aprender cosas del mundo que la rodeaba.
 Era una niña muy tranquila, comparada con su hermano Isaac, que prometía ser algo más trasto de mayor, aunque nadie estaba muy seguro todavía, debido a lo pequeño que era. Elizabeth cogió al niño de su cunita y se lo pasó a Angélica, que se estaba recuperando del parto en sus aposentos. Angélica le dio un beso en la frente a la criatura y sonrió. Sus sonrisas eran más radiantes e iluminadas desde que nacieron los dos bebés.  Tanto que se lo contagiaban a los demás.
 Nereida tapó a Catherine con su mantita y comenzó a hacerle cucamonas. Su voz era muy dulce, por lo que la niña levantaba las manitas y cerraba los ojitos, como si estuviese hipnotizada. Le gustaba la voz de su tía. Pronto se quedó dormidita.
-¡Nereida, cuándo los niños lloren por la noche os llamaré a vos para que les cantéis!-dijo Angélica con una risita.
-¡Me alegro, hermana!-Nereida dejó a la niña en su cunita y se echó a reír también, algo pensativa. Le costaba mucho imaginarse a ella misma siendo madre, aunque a decir verdad, le encantaban los niños.
 Se sentía, al igual que las demás, algo mejor desde que nacieron las dos criaturas. Eran como el soplo de aire fresco que Vergalda necesitaba, de eso no cabía duda alguna.
  Dos nuevas vidas que traerían algo nuevo. Un nuevo porvenir.
 Entonces alguien llamó a las puertas de los aposentos de Angélica.
-Adelante-dijo ésta.
 La puerta se abrió lentamente. La pequeña Bellatrix entró seguida por la reina Dayana, quién miraba con orgullo a su hija y a sus dos nietos.
 Bellatrix se acercó a la cunita de los bebés.
-¡Son preciosos! ¿Puedo darles un besito en la frente?-dijo mirando tímida a su hermana.
-¡Por supuesto, Bellatrix, cariño!-dijo Angélica con una sonrisa. Bellatrix les dio a los dos bebés un  besito en la frente, y puso un dedo en la manita de Isaac. El bebé le apretó el dedito, medio dormido, y Bellatrix soltó una risita.
-¡Qué fuerte es el pequeño Isaac! ¡Estoy segura de que de mayor será todo un caballero!-dijo encantada. Bellatrix le echó un rápido vistazo a sus hermanas y suspiró. Admiraba mucho a todas y a cada una de sus hermanas, y deseaba con todas sus fuerzas poder llegar a ser algún día como alguna de ellas.
 No estaba muy segura de a quién admiraba más, pero por ahora poco le importaba. De mayor ya decidiría a quién parecerse más. Como se había dicho otras tantas veces, mientras tuviese su poesía, todo lo demás estaba bien.
-Con una nueva vida que nace, una nueva esperanza renace…-citó, recordando una de sus mejores poesías. La niña se alegraba muchísimo de saber escribir. Poner sus poesías por escrito era mucho mejor que tener que recordarlas de memoria.
-¡Hija, estáis hecha toda una poetisa!-Dayana le pasó la mano por el pelo de la niña, y luego miró a los bebés.-Angélica, estoy muy orgullosa de vos. Habéis creado algo muy hermoso.
-Lo sé, madre.-dijo Angélica, mirando también a las criaturas.
-Enrique se sentirá muy feliz cuando los vea. Por cierto, ¿cuándo regresará?
-Ayer recibí una carta suya. Dentro de dos días estará aquí, aunque él quiere que nos quedemos un poco más, hasta que pase el peligro.
-Y podréis quedaros todo el tiempo que queráis, desde luego.-dijo Dayana con convicción. –Por cierto, Elizabeth, Nereida, tenéis que pasaros por mi despacho. Allí os está esperando Julian, desea hablar con vosotras dos, aunque no sé muy bien el por qué.
 Elizabeth y Nereida parecieron muy sorprendidas, pero asintieron y salieron de los aposentos de Angélicas, algo preocupadas y lanzándose la una a la otra miraditas de soslayo.
-No me lo puedo creer…estoy segura de que la pequeña Catherine será una excelente princesa.-dijo Dayana.-Me recuerda a vos cuando erais pequeña. Aunque los ojos parecen ser de Enrique.
-Más bien son de la abuela.-dijo ella.-Pero se parece en algunas cosas a mí. Y espero que cuando crezca haya heredado otras cosas de mí.-Dayana frunció el ceño un instante ante lo que acababa de decir Angélica, pues sabía muy bien a lo que su hija se estaba refiriendo.
Pero en fin, poco importaba eso ahora…Catherine e Isaac de Aragón eran muy pequeñitos todavía, no tenían que preocuparse demasiado por cómo iban a ser de mayores, al menos no todavía.
 Eso era sin duda una de las mejores cosas de la infancia.
 -Bueno, Angélica, creo que deberíais descansar un poco. Katherine se encargará de ayudaros con los bebés si se presenta algún problema.-dijo Dayana, con una sonrisa nerviosa.-Katherine no era tan eficiente como Luna en sus funciones, en parte porque su especialidad era la de la curación, pero tampoco era mala. Estaba bien, sin duda era lo mejor que podía encontrar después de la desaparición de Luna.
 Por lo menos hasta que ella volviera. Pero claro está, las cosas iban a ser muy distintas cuando Luna volviese. Quizás demasiado.
-De acuerdo, madre. Hasta luego, hermanas.-murmuró Angélica, acomodándose en las almohadas, dispuesta a echar otro sueñecito. Al menos, hasta que los bebés comenzasen a dar algo de guerra.
  Dayana y el resto de sus hijas se marcharon entonces, de vuelta a sus quehaceres o a aquello que estuvieran haciendo antes de pasarse por los aposentos de Angélica…
-¿Qué creéis que querrá Julian, Elizabeth?-le preguntó Nereida a su hermana, quién de vez en cuando se toqueteaba su cabello suelto.
-No lo sé, eso deberíais saberlo vos mejor que yo, ¡se supone que le conocéis mejor!-exclamó Elizabeth.
-¿Conocerlo mejor? ¿Yo? Mi querida hermana, en esta vida nunca se llega a conocer a nadie de verdad, aunque no lo parezca. Cada persona tiene algo en su interior a la espera de ser descubierto. Secretos oscuros, sobre todo.-dijo Nereida con cierto deje de amargura.  Creía de veras en lo que acababa de decir, pues hacía tiempo que ella creía conocer a Julian, pero acontecimientos posteriores le habían demostrado justamente lo contrario.
Elizabeth no tuvo tiempo de responder a aquella pregunta, pues ya habían llegado al despacho de su madre.
 Allí estaba Julian, esperándoles, y no traía cara de muy buenos amigos. Se paseaba de un lado a otro furiosísimo, hecho un basilisco. Nereida tenía la impresión de no haberlo visto tan furioso desde la última vez que lo vio en Alemania…
-Julian…-preguntó Elizabeth con suavidad mientras entraba en el despacho, agarrada a la mano de Nereida, y algo temerosa.-¿Se puede saber cuál es el motivo que os ha llevado a convocarnos en el despacho de nuestra madre a Nereida y a mí?
-Muchas cosas.-dijo Julian, con una voz ronca. Era justamente la que ponía cuando se enfadaba, y mucho. Nereida tuvo un escalofrío.-La primera de ellas, que se acerca algo peligroso al reino.
-¿Algo más?-susurró Elizabeth.
-Sí, señora, algo más. Pero algo que provocaron ustedes, mis queridas princesas. Lo que ustedes hicisteis en Alemania provocó algo muy grave.
-¿Se puede saber hacia dónde queréis llegar?-dijo Elizabeth, poniéndose muy pálida. No le gustaba nada de nada que le hablasen de Alemania, ni de lo que había tenido que pasar allí. Sobre todo porque aquello le recordaba al hombre al que ella había amado tanto, y al que había perdido. Evocar aquellos recuerdos pasados la ponía muy pero que muy triste.
 Con Nereida sucedía otro tanto.
-¿Acaso no recordáis quién era vuestro amado?-dijo Julian mirando a los ojos a Elizabeth.-Bruno…aquel Bruno…
 Elizabeth dio un respingo. ¿Cómo sabía Julian su nombre? Si estaba segura de que no le había conocido.
 De todos modos, había muchísimas cosas de las que ellos no habían hablado. Habían estado juntos durante muy poco tiempo, apenas habían tenido tiempo para hablar, para conocerse mejor, o para amarse con más libertad.
 Habían tenido tan poco tiempo para hacer tantas cosas…una lágrima se le escapó a Elizabeth, pero no respondió. Nereida puso las manos en los hombros de Elizabeth, tratando de consolarla.
-Bruno era un rebelde…¡qué atentaba contra nuestra seguridad!
-¿Queréis ir al grano ya de una vez, Julian? ¿Qué clase de rebelde? Hay muchos rebeldes en este mundo, herejes de toda clase y de todos los colores, gitanos, protestantes…-dijo Nereida, enfadándose con Julian a pesar del temor que le había provocado su enfado. Del espantoso temor que sentía, pues algo en los ojos de Julian le decían que habría tormenta.
-Pues un rebelde de los oscuros…de los que vos y yo conocemos. Recordar que mi hermano también lo es. ¡Un rebelde! ¡Un puto rebelde!-exclamó Julian casi a voz de grito. Nereida se sintió alarmadísima de que lo mencionase, e iba a decir algo para protestas cuando Elizabeth, levantando la cabeza de repente, le dio una bofetada a Julian.
-¡No se os ocurra decir blasfemias semejantes en mi hogar! ¡No os consentiré que habléis mal de Bruno, ni de vuestro hermano! Además, eso os podría meter en un lío.
-¡No, a mí no, porque yo escogí el camino fácil! Y ya es hora de que vosotras os deis cuenta de quienes eran ellos.-gritó Julian, cada vez más furioso. Luego, en vos más baja, siguió hablando.-Los rebeldes han provocado una guerra por aquí cerca, por lo cual llegarán aquí de un momento a otro…¡una guerra muy gorda se acerca!
-¡No, eso no puede ser cierto!-exclamó Elizabeth, tapándose la boca con una mano. Se moría de ganas de olvidarse por completo del horror de semejante anunciación
-¡Lo es! ¡Por eso os necesito a vosotras! ¡Sólo vosotras podéis detener esta guerra que se avecina!-dijo Julian, pasando la mirada de una a otra, concentrado en parte en aquella conservación y por otra parte en unos pensamientos cada vez más amargos.
 En realidad,  no estaba demasiado preocupado por la guerra en sí, Vergalda no le preocupaba demasiado. Lo que en realidad le preocupaba a Julian era que alguien a quién él conocía muy bien se presentase aquí y le leyese la cartilla. La jefa de los aliados, como él los llamaba en secreto…
 Si venían, él se vería metido en un buen lío. Y eso no le interesaba lo más mínimo, la verdad. Si en aquel momento hubiese tenido delante a su hermano o a Bruno, él mismo se habría encargado de matarlos a los dos de una buena paliza.
  Pero en aquel momento no tenía más remedio que arreglar la situación en la que desgraciadamente se hallaba sometido.
-Nereida, sé que esto os va a molestar…pero tengo que hablaros de una cosa que os va a escandalizar aún más. Pero debéis saberlo, de todos modos. Lo que deseo que hagáis para que solucionemos esto.
 Elizabeth iba a protestar, pero Nereida la hizo callar con una mirada que decía muchas cosas. Elizabeth supo enseguida lo que quería decir. Escucharían lo que Julian tenía que decir, y luego se encargarían ellas de mandarle a paseo. Nereida sabía como hacerlo, por lo menos conocía a Julian hasta ese punto. Y Elizabeth, a pesar de todo lo que había pasado, confiaba en su hermana.
 Así que ninguna de las dos dijo nada, y miraron fijamente a Julian, dispuestas a escuchar todo lo que él tenía que decir.
 Julian suspiró, y mirando a las dos hermanas fijamente, con algo de tristeza incluso, comenzó a hablar. Estaba menos enfadado, pero esa furia se estaba convirtiendo en tristeza.
-Aquellos rebeldes de los que os estoy hablando pertenecen a una organización secreta que pretende desmantelar el sistema que todos conocemos hoy en día…la Iglesia, la monarquía, todo, simplemente todo…-dijo Julian como única explicación para definir lo que eran. Ni Nereida ni Elizabeth serían capaces de recordar esta definición hasta años más tarde.-Son unos anarquistas, aunque lo que los mueve es algo que desconocemos, y mucho. Unos herejes que tienen una nueva religión. Pero poco sabemos de ella. Y lo que Bruno provocó fue desmantelar por completo un pueblo entero, que se rebeló contra su religión, contra su rey, contra todo lo que estaba escrito. Y esto ha provocado muchos problemas. Bruno dijo que Vergalda se levantaría, que eran ellos los que darían a conocer la llamada verdad…-Julian se estremeció al mencionar esta palabra, Nereida miró a Julian extrañada y algo nerviosa. Esa palabra le sonaba, aunque la chica no lograba recordar el qué, la verdad.
 En el fondo, no quería hacerlo. Decirlo de esa forma le daba un significado misterioso, pero que prometía ocultar algo grandioso, casi divino.
-Y eso ha provocado que Noruega entera les haya declarado la guerra, se está extendiendo el rumor por ahí y es probable que pronto nos declaren la guerra. Y lo que Elizabeth tiene que hacer es ir ahí y decir que Bruno iba borracho…nadie más se enterará aparte de unos pocos, lo suficiente para acallar todos esos rumores…y a ella la creerán, ya que era…su amante.
 Elizabeth se puso pálida como la cera al oír estas palabras. Sintió unas ganas tremendas de darle un buen bofetón a Julian, pero se contuvo. Quizás se lo diese más tarde, cuando estuviesen a solas.
 En aquel momento, simplemente respondió:
-Ni hablar. Jamás haré semejante cosa.
-¿Y pensáis dejar que vuestro pueblo quede sumido en una guerra que promete ser de todo menos amistosa?-Julian sabía muy bien que sería sangrienta. Además, en el fondo también quería lo que Elizabeth se temía: humillar a Bruno, profanar su memoria.
 Y aquello era algo que Elizabeth no estaba dispuesta a permitir. Su vos sonó firme y furiosa:
-Ni hablar. Me niego a hacer semejante cosa. ¡Jamás profanaré la memoria de Bruno de semejante forma! Antes tendréis que pasar por encima de mi cadáver.
 El rostro de Julian se tornó frío como el hielo, y sus ojos se volvieron muy duros al mirar a Elizabeth, antes de decir:
-Bien. Pues tengo formas de obligaros. A las dos.
 Julian se acercó a una estantería que había detrás de él, y sacó de un fondo doble (que probablemente había construido él mismo en un descuido de la reina)unos documentos que demostraban sin duda alguna cosas que Elizabeth no quería que nadie supiese, y que eran pruebas que no debían salir a la luz jamás.
-Si no lo hacéis, le mostraré esto a vuestra madre y a las autoridades eclesiásticas. Y ya verán ellos lo que hacen con vos.
 Elizabeth estuvo a punto de desmayarse, Nereida incluso tuvo que sostener a su hermana para que no se desvaneciese. Elizabeth se sentía fatal, muy pero que muy mal.
 Estuvo durante un buen rato sin decir nada, mirando esos papeles que Julian se negaba a darle y que demostraban algunas de las cosas que ella había hecho con Bruno.
 Ella se vería metida en un gran problema si aquellas pruebas llegaban a ver la luz. Así que murmuró para sus adentros, sintiéndose la peor persona del mundo entero:
“Lo siento mucho, Bruno”
   La princesa agachó la cabeza, y sin mirar a Julian, ni tampoco a su hermana, dijo en un hilo de voz:
-De acuerdo, lo haré.

16. El despertar de Luna

  Todo Vergalda se revolucionó tras enterarse de la desaparición de la joven Luna. Era una simple criada, pero era una chica fiel. Además, su desaparición significaba que había alguna clase de peligro allí, por lo que era impensable encontrarla, y rescatarla, aparte de acabar con aquel peligro que se había cernido sobre ella, fuera el que fuese. Todos se asustaron.
 Dayana dio por terminada la fiesta, mientras el resto de los guardias se dedicaba a buscar a Luna por todo el castillo. Y por las afueras también. Algunos hombres de la fiesta se quedaron también, para salir a caballo con Julian, a buscar por los alrededores.
 -¡Voy a salir fuera a buscar a Luna!-dijo Elizabeth, quitándose los zapatos y saliendo de palacio.
-¡Yo también!-dijo Adriana, sin importarle en aquel momento lo más mínimo que era de noche y de que seguramente nadie les permitiría salir a buscar a la joven criada. Pero tampoco les importó a las demás, que salieron detrás de ella. Incluso Inés, que al fin había podido escapar de esa distracción perenne suya que la había embargado durante toda la noche.
 Las chicas salieron junto a algunas personas más a buscar, llegaron a un lago que tenía muchísimas zonas fangosas. Se les mancharon los pies de barro a todos, pero poco importaba.
-¡Un momento!-dijo Inés de repente.-¿Alguien ha visto a Nereida?
-¡No!-dijo Anne, alarmándose aún más.-¡Hace horas que no se la ve!
-Genial…-dijo Yvette, llevándose la mano a la cara.-Seguramente a ella la habrán atrapado también.
-Pues…creo que iré a buscar a otra parte. Usaré algunas cosas que yo sé hacer para encontrar a Luna, si es posible…-murmuró Anne, mientras el resto de sus hermanas asentían. La conocían bien, y sabían que podía hacer algunas cosas para encontrar a su hermana. Cosas especiales. Eso era algo bueno, si servía para encontrar a Luna, y a Nereida.
 Pero entonces se oyó un grito en la noche.
 Aunque no lo oyeron ellas. Fue Julian el que lo oyó. Cabalgó hacia el origen de aquel grito, con la esperanza de que Luna se hallase allí.
 Pero no encontró nada de eso. 
 A quién se encontró fue a Nereida, que estaba a las puertas de Vergalda, con sangre en las manos y la mirada llena de terror.
-¿Nereida? ¿Qué os ha pasado?-Julian se acercó a Nereida para ayudarla. Pero ella lo miró y…se desmayó.
 Julian la levantó y la montó en su caballo, para llevarla de vuelta a palacio. Sería mejor dejarla con unos buenos médicos para luego seguir buscando. ¡Suerte que en Vergalda siempre había médicos sueltos por ahí!
 Nada más hacer esto regresó junto a la patrulla de búsqueda. Tenía algunas sospechas acerca de lo que le había pasado a Nereida, pero no quería indagar demasiado todavía. Porque no sería muy fácil enfrentarlo.
 Dayana estaba que echaba chispas, andando de un lado para otro, extremadamente nerviosa. ¿Se podía saber qué demonios estaba pasando? Últimamente no paraban de pasar cosas extrañas, la suerte les estaba jugando una muy mala pasada.
  Además, Luna…era su criada más fiel. ¿Qué haría ella si le pasaba algo? Si Luna hubiese tenido hijos otro gallo cantara, tal como pasó con su madre, Clara. Pero Luna no tenía hijos, era demasiado joven todavía…por lo que Dayana deseaba de todo corazón que no le hubiese pasado nada malo, que lo único que hubiese pasado es que la hubiese secuestrado. Y si era así, la rescatarían y punto, entonces todo volvería a ser como antes.
 Dayana deseaba con todas sus fuerzas que las cosas fuesen así. Quería que saliesen de ese modo, con un final feliz.
 Pero Dayana no vivía en un cuento de hadas. Vivía en un mundo en el que los finales felices no existían, en el que el mal ganaba siempre…
 -¡Pagarás por lo que les hiciste! Vos y los otros dos! ¡Juro que lo pagaréis!-dijo una voz desconocida.
 Nereida se llevó la cabeza a las manos y se echó a llorar. Se sentía atrapada en un universo de oscuridad, incapaz de salir, pero sintiéndose culpable. Y efectivamente lo era.
 Alzó el rostro y vio a una persona conocida arrodillada ante ella, mirándola con todo el odio del mundo. Nereida sintió que se lo merecía, y deseó con todas sus fuerzas poder recibir su condena correspondiente.
 Pero no pudo pensar en nada más, pues la oscuridad volvió a envolverla…
 Anne rastreó disimuladamente todo el lugar. No era demasiado experta en esto del rastreo, pero estaba segura de que Luna no podía haber salido del reino todavía, así que encontraría su olor por alguna parte.
 Y efectivamente, así fue.
 No tardó en llegarle un olor que reconoció como el de ella. Aquel agradable olorcillo de su sangre a fresas, tan característico de ella, mezclado con todos aquellos con los que ella trabajaba en las cocinas, mezclado con el perfume que se había echado aquella noche. Pero, para el terror de Anne, pudo percibir otro olor que llenaba su corazón de una congoja que odiaba con toda su alma.
 El olor a sangre derramada.
 Sería mejor que fuese ella a buscar a Luna primero, por si acaso. Ella sabría defender a la chica de un bandido si era necesario, o simplemente podría llevarse a Luna de allí antes de que fuese demasiado tarde.
 Si es que no lo era ya.
 Corrió como el mismísimo viento (literalmente) hacia dónde Luna se encontraba.
 Y efectivamente, la encontró.
 La chica estaba echada entre los arbustos, con una mano en el vientre, que estaba machando de sangre, resultado de una caída.  Pero también tenía otra mancha de sangre, una en el cuello. La habían mordido.
 Anne pudo ver una breve imagen del chico con el que bailaba Luna. No se había fijado demasiado en él porque los vampiros se distraían muy fácilmente, y aquella noche ella había estado muy distraída con otras cosas. Es más, sólo le echó  un breve vistazo,  si hubiese sido humana no habría sido capaz de recordarle ni por asomo, ni mucho menos con esa claridad.
 Pero entonces supo lo que le había pasado. Se alegró de haber venido sola, había sido una suerte, si los demás se hubiesen dado cuenta de lo que le había pasado…Anne se agachó junto a Luna, y la examinó, haciéndole caso omiso a la sed que le había entrado de repente. La muchacha se mordía los labios para no gritar, pero de vez en cuando se le escapaba un gemido desesperado de los labios. Anne olió la sangre, y lo que había dentro de ella, para comprobar el tiempo.
 -Es demasiado tarde para revertir el efecto del veneno…lo siento mucho Luna.
 La joven criada no fue capaz de responderle, simplemente volvió a gemir, para decir:
-Me duele…me duele mucho…¡me duele demasiado!-se quejó Luna. Sentía como todo su cuerpo comenzaba a arder. No era nada todavía comparado con lo que le esperaba, pero la ponzoña ya se le había extendido por todo el cuerpo.
-Tenemos que sacaros de aquí…vuestro hallazgo tendrá que esperar.-susurró Anne, cogiendo a la joven criada y llevándosela  a palacio…
Anne dejó pasar varios días de búsqueda, no quería dar ninguna pista acerca de lo que había pasado. Más concretamente, dejó pasar tres días.
-¿Se puede saber qué le ha pasado a Luna? ¿Es qué no la habéis encontrado todavía?-preguntó Dayana por enésima vez, preocupadísima, a sus hijas o a sus guardias. Y todos negaban con la cabeza.
 Hasta que Anne decidió que ya iba siendo hora de decir la verdad.
 -Madre, decidles a los guardias y a toda la patrulla que dejen de buscar. Hace días que encontré a Luna, la he dejado en los aposentos de los invitados.
-¿Qué?¿Y se puede saber por qué no habéis dicho nada?
-Porque a Luna le ha pasado algo de lo que nadie debe enterarse jamás…venid conmigo.-Anne comenzó a subir las escaleras, de camino a los aposentos de los invitados. Dayana la siguió, teniendo una vaga sospecha acerca de lo que le había pasado a Luna.
 Anne entró en los aposentos de los invitados muy por delante de su madre, con la intención de protegerla. Muy pronto Dayana supo por qué. Tuvo que llevarse la mano a la boca para no gritar de puro asombro.
 Luna estaba despierta, y ya completamente recuperada de sus heridas. Aunque esas heridas habían dejado un efecto permanente en ella.
  La chica tenía ahora un rostro con rasgos parecidos a los de Anne, aunque algo más redondeados. Estaba tan pálida como ella, y su cabello oscuro le caía en unas brillantes ondulaciones que la hacían parecer un ángel de Botticelli. Su cuerpo era más esbelto, elegante, al igual que todos sus movimientos.
  Pero sus ojos…eran del rojo más brillante que la reina había visto jamás.
-Dios mío…
 Luna se estaba observando al espejo, aún asombrada al mirar su nuevo rostro. Pero poco después se percató de la presencia de la reina. Y ella se dio cuenta, por cómo Luna se llevaba la mano a la garganta, de que también se estaba dando cuenta del olor de su sangre. Lo cual significaba, claramente, que ella misma estaba en un peligro muy pero que muy grave.
 Luna enseñó los dientes y se levantó. Pero Anne se acercó a ella y la cogió por los hombros.
-Estaos quieta, mi pequeña Luna…no pienso permitir que ataquéis a nadie, y menos aquí. Venid, os llevaré conmigo a cazar.
-Iré a decirles a todos que anules la búsqueda…pero hija, ¿    qué les digo?
-Decidles que ha muerto. He dejado unas pruebas falsas en los aposentos de Luna.
-Está bien.-dijo Dayana, marchándose de allí apresurada, pero sobre todo asustada.

  ¿Podría Luna hacer lo mismo que Anne? ¿Quedarse allí y controlarse tan bien como ella? Dayana lo dudaba muy mucho, pues cuando Anne había llegado ya tenía su tiempo, y Luna acababa de convertirse. Además, Luna y Anne…no era lo mismo.
 ¡Qué decisiones más difíciles tenía que tomar ahora!
 Mientras tanto, Adriana estaba furiosa con Nereida.
-¿Se puede saber en qué estabais pensando? ¿Salir a esas horas, y todo por una nota? No me esperaba esto de vos, hermana. Algo os pasa, ¡lo sé!
-Lo siento…sé que no debí hacerlo.-murmuró Nereida con un hilillo de voz. Ella también se había recuperado de sus heridas, pero no tenía más consecuencias que un montón de vendas en las manos y un dolor que se desvanecería en muy poco tiempo. Desde luego, no debería haberlo hecho. La princesa no le contó a nadie el por qué de su marcha, ni tampoco lo que había pasado allí, había sido una buena mentirosa a pesar de todo, pero aquello no le gustaba demasiado. Pero Julian se salvaba, ya que aquella nota no había sido falsificada por él, cosa que a Nereida le había quedado muy clarito aquella noche.
 Pero, desgraciadamente, lo que a ella le esperaba fuera era algo peor, mucho peor…
-No volveré a hacerlo, Adriana, lo juro…sólo es que estos días me he sentido como Ginebra…he sentido una extraña necesidad por el peligro.
-Pues más os vale que no se vuelva a repetir, ¡o si no juro que me chivaré a madre! ¡Y sabéis que cumpliré con mi amenaza!-dijo Adriana, marchándose a sus aposentos.
 Nereida suspiró y se sentó junto a la ventana más próxima, con un montón de pensamientos arremolinándose en su cabeza…
 El cielo estaba nebuloso aquel día, pero blanco como la nieve, por lo que estaba más claro que el agua que muy pronto comenzaría a nevar. Y encima qué habría una tormenta de nieve.
 Anne guió a Luna hacia una zona que estaba a las afueras de un pueblo, lejos del reino, aunque no demasiado, a decir verdad. Luna se llevaba demasiado a menudo las manos a la garganta, tuertísima de sed. Pero hacía todo lo que Anne le decía.
-Mirad, por allí es por dónde debemos cazar. Nunca debemos cazar cerca del reino, si no queréis que descubran lo que somos e intenten darnos caza a la gente como o nosotras.
-¿Intentarían matarnos?-Luna estaba segura de que era así, pero no sabía si podían matarles fácilmente o no. ¡Tenía tantísimas dudas!
 Anne asintió con la cabeza.
-Por supuesto que lo intentarían, pero es muy difícil matarnos, si eso llegase a pasar en Vergalda, lo único que provocaríamos sería un auténtico derramamiento de sangre…lo único que puede matarnos a nosotras es otro vampiro. Para matar a un vampiro hay que descuartizarlo y luego quemarlo, no existe otra forma de hacerlo. Es completamente imposible, somos demasiado fuertes.
-¡Vaya!-eso significaba que estaba a merced de Anne, que era más experta, pero de todos modos Luna sabía que no le haría daño. Siempre y cuando no matase a ningún miembro de la familia.
-Mirad, recogeremos parte de la sangre que cacemos, y la guardaremos para que podáis beber de vez en cuando, cuando sintáis sed delante de gente, para no descubriros. Eso si queréis quedaros aquí. Pero eso es algo de lo que hablaremos más tarde…
-¿Cazáis por aquí muy a menudo?
-A veces. Casi nunca cazo en el mismo sitio, pero a veces es necesario repetir. Todo depende del regusto de la sangre-dijo Anne, sacando los colmillos y preparándose para cazar. Luna hizo lo mismo, haciendo todo lo posible por no echar la cabeza hacia atrás y ponerse a gemir, muerta de la sed. Entonces comenzó a nevar, poquito a poco, pero dando el aviso de que pronto habría una tormenta de nieve.
-Cazar es muy fácil. Lo único que hay que hacer es dejarse llevar y escoger a la víctima adecuada. El resto es un juego de niños. Podéis alargarlo si queréis, o simplemente tomar a vuestra víctima. Por aquí.
 Anne salió corriendo hacia el pueblo, guiando a Luna hacia la plaza, dónde a aquellas horas había poquísima gente, aparte de unos campesinos jóvenes que estaban guardando su rebaño. Luna se mordió los labios al sentir cómo le llegaba el olor
-Es muy fácil…observad y aprended.
 Anne salió del escondite en el que ambas estaban y se acercó con lentitud a aquellos jóvenes, como si se tratase de una aparición misteriosa y fantasmal. Luna la contempló admiradísima, pero con algo de temor. Pero sobre todo con aquellas ansias de sangre molestándola siempre, continuamente.
 Los jóvenes se giraron y se quedaron asombrados al ver a Anne. No eran más que rudos campesinos, por lo que no tardaron en confundirla con un ángel, con una especie de diosa, como una aparición divina.
 Anne sonrió delicadamente, aumentando el hechizo de aquellos jóvenes. Pero, de todos modos, no tenía intención de alargar el juego durante demasiado rato, no para aquella primera vez de Luna, quién todavía no estaba preparada para jugar con los humanos.
 Así que, nada más llegar, le dirigió una miradita a Luna y cogió a uno de aquellos jóvenes por el pelo. Y entonces, le hincó los dientes en el cuello.
 Los jóvenes dieron un grito de sorpresa y de miedo al darse cuenta de lo que era ella, pero desgraciadamente ya estaban condenados, no tenían escapatoria alguna, Anne se encargó de ello nada más acabar con el primer chico y dejarlo caer al suelo, como si no fuese más que un envoltorio vacío de algo que había contenido cosas preciosas.
 Acabó con otro más, dejando a tres con vida. Le hizo una señal a Luna para que se acercase, mientras dejaba a dos en el suelo y le ofrecía a otro.
-Hincadle el diente y probar el sabor de la sangre por primera vez, mi querida Luna. Veréis que esto es lo mejor de lo que somos…-dijo Anne con voz satisfecha, la voz que se le quedaba después de beber sangre.
 Luna cogió al chico de la misma forma que antes lo había cogido Anne, y le hincó el diente con muchas más ansias que ella.
 La chica arqueó la espalda y se pegó más al chico al sentir por primera vez el delicioso sabor de la sangre. La sangre aliviaba aquel horrible fuego que le quemaba la garganta, pero eso no era lo único bueno de beber sangre. Le daba un placer indescriptible, divino, celestial, mucho más de lo que ella se hubiese esperado de aquello que antes había considerado como el mayor placer del mundo. Era la vida, todo lo bueno que contenía y lo que aquellos chicos no habían aprovechado. Y ahora era suyo.
 Terminó con él rápidamente, y miró a los otros dos con ansias.
-Quiero más.-dijo Luna con su nueva voz de campanillas doradas.
 -Y tendréis más.-dijo Anne, pasándole a uno de los chicos. Cogió al otro y le hizo un corte en la muñeca, del que manó la sangre, que recogió en una bolsa que ella llevaba en su ridículo.-Guardaremos algo de sangre para que podáis beber en situación de peligro.
 Luna asintió, ella había sido una chica práctica en su vida humana y no sería muy distinto en aquella nueva vida, y menos en algo como la sangre, así que cogió al otro muchacho y le clavó los dientes en el cuello, con ansias, dispuesta a lo que sea con tal de sentir aquel placer que había sentido anteriormente. Lo único que quería en aquel momento era experimentar ese placer una y otra vez.
 Cuando acabó con el campesino constató satisfecha que la sangre le había calmado el fuego de la garganta. Pero miró al otro con ansias mientras Anne terminaba de sacarle la sangre. El chico chillaba de dolor, pero ninguna hacía caso, hasta que finalmente los gritos cesaron y el chico murió. Por suerte nadie le oyó, pues se cumplió el pronóstico de la tormenta, durante la caza la tormenta de nieve fue a más, provocando el suficiente ruido como para que nadie le oyese.
-Y ahora a deshacerse de esos cuerpos.-dijo Anne, sacando unas cerillas y prendiendo fuego a los cuerpos. Así nadie sabría lo que les habría pasado. En realidad no era tan necesario, los campesinos no podrían hacer nada, pero Anne prefería no arriesgarse.
 Luego miró a Luna, haciéndole la pregunta que hacía tiempo que se moría por hacerle.
-¿Queréis quedaros con nosotros? ¿O deseáis viajar por vuestra cuenta?
-¡Oh, princesa Anne! Yo no quiero abandonaros, desearía quedarme, pero…
-Entonces quedaros por los alrededores durante un tiempo, viajad hasta que cumpláis el año. Cuando tengáis algo más de experiencia podréis regresar. Eso es lo que hice. Nos vemos mañana-Entonces ambas muchachas se despidieron y se marcharon en dirección contraria.