viernes, 24 de junio de 2011

18. El lago de las sirenas


-¡No me lo puedo creer!¡No señor, no puedo ni quiero creérmelo! ¡Qué vaya a obligaros a hacer semejante cosa!-dijo Nereida  más tarde en los jardines de palacio, paseándose de un lado para otro, furiosa.
-Pero es así, Nereida, y no voy a tener más remedio que hacerlo.-dijo Elizabeth entre las flores, abrazándose a sí misma.-Ya es demasiado tarde para echarse atrás.
-¡Pero deberíamos poder hacer algo!-replicó Nereida, mirándose las manos y sentándose junto a Elizabeth.
-No podemos hacer nada. Esto es como la muerte, forma parte del horror de lo que es real e irrevocable.-suspiró Elizabeth, apoyando la cabeza en el hombro de su hermana.
 Nereida suspiró. Sabía incluso mejor que Elizabeth que aquello era cierto, una verdad grande como una catedral. Apoyó la cabeza en la cabeza de su hermana y suspiró también, con un auténtico remolino de pensamientos en su cabeza…

-¿Se puede saber qué pasa?-preguntó Ginebra, levantándose de la cama y yendo hacia la ventana. Una lechuza la esperaba allí, con una carta en las patas. Ginebra se las desató y comenzó a leer la carta:
 Querida Ginebra:
 No creo que me conozcáis, pero yo si os he visto varias veces, cuando ibais y veníais por la escuela. Conozco a vuestra hermana muy bien. Así que me gustaría que, aunque parezca una locura, me hicierais un pequeño favor:
 Me gustaría que fuerais esta noche a verme, alrededor de la media noche, en el lago de la sirenas. No tengo ninguna intención de haceros daño, lo único que deseo es hablar con vos. De todos modos, princesa, sois más poderosa que yo, que no soy más que un muggle, así que de todos modos no creo que tengáis nada que temer. Se lo ruego, es importante, muy pero que muy importante.
 Atentamente:
 El hombre de las mil caras.
 Ginebra leyó la carta varias veces y arrugó el ceño, pensativa. Aquella letra le sonaba de algo, aunque la chica no lograba recordar de qué. Pensó y pensó hasta que entonces lo recordó. Y sonrió ampliamente.
 “Iré a veros, desde luego. Siempre he querido conoceros” pensó Ginebra, rompiendo la carta en mil pedacitos y echándola al fuego para que nadie más pudiese leerla…
 La noche llegó más rápida de lo que Ginebra habría creído, y cuando todos estuvieron dormidos, Ginebra se levantó. No era demasiado fácil eso de andar por las pasillos de Hogwarts por la noche, ya que había fantasmas rondando por allí, así que tendría que ir con mucho cuidadito. Con demasiado quizás.
 Pero ella sabía muy bien lo que tenía que hacer. Simplemente no iría por los pasillos, algo tan sencillo como eso. Sacó su varita y se acercó a su ventana. Pronunció un conjuro que hizo que una cuerda blanca saliese de ella y bajase por la torre.
 Luego agarró la cuerda a un lugar bien seguro y comenzó a bajar por ella. Estando ya abajo, hizo desaparecer la cuerda con un conjuro. Ginebra soltó una risita.
  La magia era lo más maravilloso que existía, pero también existían soluciones sencillas que podrían facilitar un poco las cosas. Lo único que había que hacer era ser un poco lógico. Una de las pocas ventajas a las que los muggles podían arreglarse, aunque había que decir que muy pocos conocían las maravillas de la lógica. ¡En fin, poco importaba eso! Mientras conociese ella la magia de las cosas sencillas, lo demás poco importaba.
 Así que la muchacha se puso su capa negra y se perdió entre las sombras de la noche, derechita al lago de las sirenas.
 A Ginebra le encantaban las sirenas, a menudo se iba a pasar el rato al lago para charlar con ellas, o simplemente para hacer los deberes bajo la copa de un árbol.
   Incluso a veces llegó la posibilidad de plantearse eso aprender sirenio, el idioma de las sirenas. Pero por ahora no se decidía, ese idioma era bastante complicado. (Más que el chino, ¡y ya era mucho decir eso!
  -¡Lumos!-exclamó Ginebra, haciendo que de su varita prendiese una hermosa luz blanca que le permitió ver en la oscuridad.
 Había muchas cosas por ver, pero no veía al hombre que la había citado allí. Al menos no durante un buen rato.
 Pero cuando ya iba a darse por vencida lo vio allí, sentado a las esquinas del lago, vestido con una capa negra más oscura que la de Ginebra, de tal forma que se confundía mejor que ella con la oscuridad.
  Ginebra se acercó al hombre y le dio un toquecito en el hombro. Él dio un respingo y se giró. Luego se levantó y se quitó la capucha, sonriente.
 La princesa tuvo que contener una auténtica exclamación de sorpresa. ¡Ese hombre se parecía tanto a Julian! Tenía unos rasgos parecidos, era igual de alto que él y su porte era parecido al suyo. Pero llevaba el cabello moreno con algunos mechones cayéndole por la frente, ojos claros, brillantes, y unas facciones que se le antojaban más joviales que las de Julian.
 Si eso, era más hermoso.
-Saludos, princesa.-empezó el hombre, haciendo una reverencia. Tenía una voz agradable, muy masculina pero que le recordaba a la de aquellos que conformaban su orquesta de palacio.
-Vos sois Dick, si no equivoco…-dijo Ginebra.
 El hombre pareció muy sorprendido de que ella supiese quién era. Quizás demasiado. Ginebra se sorprendió de que no se lo esperara.
-Vaya, parece que Nereida os ha hablado de mí…
-Un poco nada más, lo poco que he conseguido sacarle.-dijo Ginebra, con una risita de petulancia.
-¿Y qué os ha contado de mí?
-Simplemente que os quería.-al momento Ginebra se arrepintió de su atrevimiento, aquello era demasiado. Pero el hombre no pareció ni mucho menos avergonzado. Sonrió ampliamente y Ginebra pudo ver que incluso llegaba a sonrojarse.
-Entonces con sólo eso os lo ha contado casi todo…pero no es eso a lo que he venido aquí…bueno, en parte sí, pero tal como dije antes, no del todo.-Dick se rascó la cabeza, como si estuviese buscando las palabras adecuadas para decir lo que tenía que decir.-Veréis, princesa Ginebra, me he enterado de que un tal Julian está alojado en Vergalda…
-Así es. ¿Le conocéis?-preguntó Ginebra.
-Desgraciadamente, demasiado. Me he enterado por fuentes secretas de que vos estabais aquí, y me gustaría que me hicieseis un pequeño favor.
-Decidme cuál eso.-dijo Ginebra, muerta de curiosidad.
-No es nada difícil, lo que me gustaría es que me consiguierais un mapa que condujese a Vergalda…necesito ir allí, tanto por motivos políticos como por los otros.
-¿Un mapa? Pues no sé yo si tendré...¡o, sí!-Ginebra tenía un mapa, por si por algún motivo tenía que regresar a casa, aunque se acordaba muy pocas veces de él, y mucho menos dónde lo tenía puesto. Si lo encontraba y lo duplicaba, cosa que sería muy fácil para ella, entonces no habría ningún problema.-Por supuesto que tengo un mapa, se lo entregaré sin problemas. No está en mi carácter confiar demasiado rápido en las personas, pero hay algo en vos que me gusta.-Ginebra tenía que admitir que incluso más que en Julian, y eso ya era decir. Había algo en los ojos del hombre que reflejaban una bondad que le gustó mucho a Ginebra. Y ella sabía muy bien cuando había bondad en el corazón en el corazón de un hombre y cuándo no.
-Muchas gracias, princesa Ginebra, de verdad. Se lo agradeceré de veras.
-No hay de qué. Lo único que yo deseo, de verdad es ver a mi hermana feliz. Y estoy segura de que estará feliz nada más veros.
-Eso espero.-suspiró Dick, pensativo.
-Bueno, le daré el mapa.¡Esperad aquí un momento!-gritó Ginebra, corriendo de vuelta hacia su habitación antes de que Dick pudiese decirle nada.
 Lo hizo todo en un abrir y cerrar de ojos, repitiendo el mismo proceso del que se había servido antes para escapar de su habitación. Duplicó el mapa y regresó junto a Dick. Cuando se lo dio, dijo:
-Espero que tengáis muchas suerte, Dick.
-¡Muchas gracias, de verdad, princesa Ginebra!-dijo Dick, dándole un abrazo sin poder evitarlo.
 Ginebra le volvió el abrazo, pero entonces le notó algo raro y preguntó, preocupada:
-¿Qué os ha pasado? Parecéis herido.-Efectivamente así era. Ginebra había notado el tacto suave de las heridas, pero que de todos modos parecían cortes bastante graves.
-Esto…sí, sólo eran heridas de guerra.-dijo Dick en cierto tonillo de amargura. Efectivamente, eran heridas de guerra. De una guerra muy pero que muy sangrienta, quizás demasiado. La más sangrienta que él había podido conocer jamás.
 Ginebra sacó su varita y apuntó a una zona de la espalda del hombre. Murmurando un conjuro, provocó que una luz de un blanco puro saliese de su varita y se colocase sobre una de las muchas heridas del hombre.
 Milagrosamente, la herida comenzó a cerrarse.
 El hombre contempló aquello maravillado.
-Dejadme que os cure.-dijo Ginebra.-No me gustaría que os atacasen en ese estado…podrían mataros y entonces…-Ginebra meneó la cabeza, preocupadísima. No quería que a Nereida le pasase lo mismo que le había pasado a Elizabeth, eso sería un duda una enorme tragedia, algo que ella no estaba dispuesta a permitir ni por asomo.
-Está bien-asintió Dick, quedándose muy quieto. La verdad es que era un alivio poder al fin librarse de sus heridas. Sería como una parada en el viaje, un descanso de sus duras batallas.
 Por lo menos, no estaría tan expuesto al peligro si lo volvían a atacar.
 Ginebra se acercó al hombre y comenzó a curar sus heridas, esto era algo que se le daba muy bien, era lo que mejor se le daba en todo el mundo de la magia. Se sentía muy feliz haciendo aquel trabajo, era lo que más le gustaba.
 Y, en menos de veinte minutos, el hombre estuvo completamente curado.
-No tengo palabras para agradeceros esto.
-Hay una forma: si hacéis feliz a mi hermana, me pagaréis esto de sobra.-Eso era lo único que Ginebra quería. Tenía la esperanza de que triunfase el amor sobre todas las convenciones del mundo, que su hermana fuese tan feliz como ella.
 Y luego tal vez pensaría como apañárselas para sacar a sus hermanas de la misma situación en la que Nereida se encontraba actualmente. Si lo lograba, se sentiría sin duda la mejor persona del mundo.
-Ahora tengo que marcharse. Gracias otra vez.-dijo Dick, montándose en su caballo.
-No hay de qué. ¡Adiós! ¡Espero volver a veros algún día!-dijo Ginebra, observando como el hombre se marchaba y diciendo adiós con la mano.
 Luego se puso su capucha negra y regresó al castillo, con una esperanza floreciendo en su corazón…
 El amanecer era dudo, sin duda alguna. Para algunos más que otros, desde luego. Sobre todo para Elizabeth, que aquel día tenía que hacer algo por lo que se odiaría durante el resto de su vida, y quizás durante parte de la siguiente.
 Nereida, en cambio, se sentía muy extrañada de que Julian no le hubiese dicho nada a ella, tal vez sólo quería informarla…para hacerla sufrir más. Y eso era algo que la chica no soportaba. Pero en el fondo se sentía aliviada. Bien podría haberle pedido que le hiciese daño a Dick, o algo peor todavía. Y ella era demasiado débil para resistirse, cosa que ella odiaba. 
 Solamente se sentía mejor, al igual que Elizabeth, cuando ayudaba a Angélica a cuidar de los dos pequeños. Los bebés eran un soplo de alegría, un auténtico consuelo en aquellos instantes de necesidad, sin duda alguna.
 Algo que necesitaba desesperadamente.
 Catherine e Isaac crecían muy deprisa, lo que hacían todos los bebés. Eran dos bebés rubios y de ojos tan azules como los de Angélica, que ya eran un poco trastos, sobre todo Isaac.
 Catherine prometía ser una niña muy curiosa, quizás demasiado, y esto era algo que le recordaban de su tía Ginebra. Una niña que se moría por aprender cosas del mundo de los adultos, y que deseaba aprenderlo todo.
  Aunque Elizabeth, de vez en cuando, sentía ganas de llorar. Veía delante de sí un futuro que también podría haber sido suyo. Pero quería muchísimo a los bebés y estaba muy feliz por su hermana.
 Durante toda la mañana estuvo ayudando a su hermana, como si quisiese refugiarse en los bebés para olvidarse de lo que tendría que hacer.
 Bellatrix se pasó todo el día paseándose por el castillo, mirando a los bebés y simplemente contemplando la actividad que se desarrollaba en palacio.
 Y compuso una nueva poesía, que casi sonaba como una canción y que en algún momento tocaría en el piano, además de recitarla.
                     Una nueva vida nace
             Y una nueva esperanza renace,
           Más muchas almas parecen desgraciadas,
             Sumidas en sus propios problemas

          Pensando en su propio futuro,
        Que está lleno de oro y de mirra,
        Pero cuyo oro no es oro,
      Pues es como una flor marchita

        Qué da muchas vueltas,
   Y que a pesar de todo,
   Al final decidirá no dar más vueltas,

   Para sumirse en la sombra maldita
   De aquellos sueños que no llegaron a cumplirse
 Por culpa de un desatino fatal…

 Bellatrix se pasó todo el día canturreando esta poesía con su vocecilla infantil, convirtiéndola a veces en una simple poesía, otras veces en una canción, y otras en una simple profecía.
    Aquel soneto le había gustado, por lo que decidió sentarse al piano y tocarla, a pesar de que aquel día no estaba su profesor de piano. Así que se encaminó hacia el salón y se sentó en el piano, buscando la melodía adecuada para su nueva poesía.
 Tardó mucho rato en encontrarla, pues ella era una niña muy exigente en aquellos asuntos. No encontró nada que le gustase, así que decidió componer ella misma la canción.
 No le costó demasiado, pues había recibido muchas clases, y Bellatrix era una niña que aprendía muy rápido, era bastante inteligente, casi  más inteligente que Ginebra, debido en parte a lo reflexiva que era.
 Cuando encontró la melodía la puso frente al piano y se puso a tocarla con parsimonia.
  Tuvo que hacer varios intentos para encontrar el modo adecuado de empezar, pero finalmente lo encontró, y no tardó en estar absorta en la canción. Aparte de tocarla, comenzó a cantarla alegremente.
 Aquella melodía, mezclada con la melodiosa voz de la pequeña, llegó a todas partes del castillo, como si formase parte del viento o de la mañana. Cada uno de los presentes sintió algo extraño con aquella canción, como si de un soplo de aire fresco se tratase. Fue algo bueno, muy pero que muy bueno. Todos se sintieron muy bien con aquella música, como si estuviesen sumidos bajo un hechizo.
 Inés, que estaba muy cerca de allí, se sentó y cerró los ojos, dejándose llevar por la música, hacia pensamientos agradables. Adriana estaba en los jardines, pero la música le llegó, y se sentó entre las flores a dejarse llevar también. Yvette estaba en tomando el té, y comenzó a canturrear la canción.
 Elizabeth, que estaba con los bebés, sonrió y meció un poco la cunita de las criaturas con el movimiento de la música. Era un pequeño consuelo sentir la música, a pesar e todos los problemas que tenía. Le hacía sentir que el mundo era mejor por un ratito, que estaba tan lleno de armonía como ella había querido y querría por siempre jamás, como si fuese un sueño hecho realidad.
 Nereida y Anne estaban en la biblioteca, leyendo y discutiendo bajito lo que leían. Al escuchar la música suspiraron y sonrieron.
-Ah, la pequeña Bellatrix. Estoy segura de que tendrá un brillante futuro por delante.-dijo Anne.
-Desde luego. Tenemos que asegurarnos de que así sea.-dijo Nereida. Aquella música le traía recuerdos agradables, a pesar de que la letra sugería otras cosas.
 Dayana llegó al salón, atraída por el sonido de la música. En cuanto vio que era su hijita quién tocaba aquella música, sonrió. Se sentía muy orgullosa de la pequeña, la veía como un pequeño angelito que había aprendido mucho y que sería perfecta.
 Además, aquella música... Dayana se sentó junto a Inés y miró a la niña, con los ojos brillantes por el orgullo. Aquella era su hija pequeña, una Castillo Dalma digna.
  Aquella música le había dejado un buen regusto, le recordaba a las música que ella tocaba en su infancia junto a su hermano, que aunque lo recordaba con amargura, siempre se sentiría bien recordando aquellas tardes en la que tocaban juntos.
 Es más, Bellatrix y Ginebra tocaban casi tan bien como él, ambas tenían el mismo toque hechizante con su música.
   Dayana cerró los ojos y murmuró unas palabras que hacía mucho que no cantaba:
                                 No vayas a dónde no debes,
               Recuerda que siempre estaré a tu lado,
                Aunque no me veas jamás,
                               Seré tu ángel de la guarda,
                                  Estés dónde estés,
                         Por y para siempre…


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