domingo, 12 de junio de 2011

7. Una boda preciosa y un intruso inesperado

 Todo estuvo listo antes de lo que nos esperábamos. Así que la boda se celebró el 23 de junio, para que de paso, por la noche, se pudiese celebrar san Juan.
 Dayana estaba emocionada, y era muy feliz. Una de sus hijas iba a casarse al fin, y con un buen hombre. Pero hubiese deseado que Raimundo hubiese estado allí, para que ambos pudiesen contemplar a su hija casándose.
  Todas las hijas de la reina también estaban muy emocionadas, aún cuando en sus ojos brillaba todavía el fantasma de la pena por la muerte de su padre. Pero eran felices, y Angélica más todavía, por ese enlace. Luna iba de un lado para otro con los preparativos de las hermanas, los vestidos, y la comida, trabajaba más que el resto de los criados, y eso era también un motivo de orgullo para la reina Dayana. La reina le tenía un especial cariño a la joven Luna, pero no tan sólo por ser la hija de la fiel criada, sino por lo profesional que eran.
 Si no hubiese sido tan joven la habría tomado como criada personal, o puede que la hubiese ascendido a dama de compañía. Aquel día se comenzó a plantear aquello de ascender a Luna. Estaba segura de que sería una excelente dama de compañía para alguna de sus hijas. Quizás como niñera de Bellatrix, quizás podría ayudar a la pequeña, ya que Luna de pequeña también había sido una niña débil. Sin duda eso era algo que se plantearía durante los próximos días.
   Pero hoy Luna iría vestida con un adorable vestido rosa mientras preparaba a las demás hijas de la reina. Nereida iría vestida con un conjunto naranja que le hacía resaltar su piel, algo bronceada tras salir a cuidar de sus animales durante aquellos meses, lo cual era un cambio, teniendo en cuenta lo tremendamente pálida que había venido de Alemania.
 Ginebra iría vestida con un conjunto verde esmeralda que le hacía resaltar sus ojos, y que era casi tan largo como el vestido de la novia. Adriana llevaría un vestido rojo que en cambio no le pegaba demasiado, era un color demasiado fuerte. Pero ella iba bella de todas formas. Inés e Yvette llevaban vestidos azul cielo que les hacía parecer casi gemelas. El vestido de Elizabeth era de un rosa que le hacía parecer un ángel. Y Anne iba vestida de violeta, su vestido era muy parecido al que llevaba cuando regresó a casa (sólo que bien lavado y arreglado esta vez), lo que hacía resaltar su piel blanca y su pelo resplandeciente, que llevaba recogido en un elegante moño rubio.
  Todas las hermanas, cuando estuvieron listas, corrieron a ayudar a arreglarse a la novia, quién ya de por sí refulgía de felicidad, lo que hacía aumentar sobremanera su belleza. Su cabello rubio iba suelto, bien sujeto de todos modos por un velo larguísimo de tres metros de altura que llevarían la pequeña Bellatrix y Gabriella, una prima de la familia de la misma edad que la niña. El vestido era precioso, con piedrecillas blancas en el escote, que era de palabra de honor. Los encajes del vestido habían sido hechos para la ocasión, inspirado en el arte barroco.
  Llevaba en el cuello un colgante azul que había pertenecido a la familia desde hacía generaciones, y en el pelo llevaba una hermosa diadema que le había sido otorgada por su tía, la hermana del rey Raimundo. Era un regalo que le iba genial.
 Cuando sus hermanas terminaron de arreglarla, entre risas, el ir y venir de un lado para otro y bromas de doble sentido se quedó asombrada por el efecto. Estaba bellísima.
-Por algo este es el día más feliz de la vida de una mujer.-dijo Ginebra, cruzándose de hombros y sonriendo feliz.
-Uau… ¡me muero de ganas de que me vea Enrique!-dijo Angélica, sonriendo aún más ampliamente.
-Estoy segura de que cuando os vea se enamorará aún más de vos, si es que no se puede estar más enamorado, desde luego-dijo Elizabeth, acercándose para darle varios retoques al vestido.
  Pasado un rato las chicas salieron, pues ya sonaban las campanas de la boda.
 La boda se celebraría al aire libre, pues aquel día hacía un día fabuloso. El sacerdote del reino aguardaba, junto a Enrique, quién trataba de disimular lo nervioso que estaba. Iba muy gallardo con su traje y su capa. Tan hermoso estaba que algunas chicas suspiraron de pura envidia. ¡Menuda suerte había tenido Angélica! Iba a casarse con un hombre estupendo, más le valía apreciar la tremenda suerte que tenía.
  Había muchísimos invitados a la boda, más de mil personas, entre los amigos de la familia, los propios parientes, la aristocracia o algunos aliados del reino, quienes no quisieron por nada del mundo perderse el enlace.
  Cuando todos estaban ya sentados llegaron la reina y las hijas, quienes se colocaron en sus posiciones de damas de honor, nerviosas pero emocionadas. Elizabeth tuvo que limpiarse una lagrimilla, y Anne soltó una risita nerviosa.
 Y entonces llegó la novia, del brazo de un tío de la familia. Todos los invitados se giraron para observar a la novia en silencio. Angélica parecía muy feliz, y se sonrojó sin poder evitarlo. Pero cuando vio a Enrique en el altar se olvidó de todos sus temores. Él estaba allí.  Iba a ser suyo, iban a estar juntos para siempre. Enamorados para siempre jamás. Sin duda, aquel era el día más feliz de su vida.
 Alguien se coló entre los invitados y logró encontrar un sitio, pero por suerte, o quizás desgraciadamente, nadie le vio. Estaban tan pendientes de los novios que nadie se dio cuenta.
 Cuando Angélica llegó ante Enrique le sonrió, era la sonrisa más dulce que había esbozado en su vida, como cuando se pinta un cuadro. Enrique sonrió también con dulzura. No se podía creer que estuviese allí. Ni siquiera se enteró de la música que sonaba.
 Entonces el sacerdote comenzó a hablar.
 Soltó un discurso precioso, tal como es el que dicen en todas las bodas, en latín, por supuesto. Hablaba de Dios, del amor, de la salud y de la enfermedad, y de la muerte. Pero sobre todo de Dios y del amor. Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.
 Y finalmente dijo:
-Angélica Castillo Dalma, ¿aceptáis a este hombre por legítimo esposo?
-Acepto-dijo Enrique con una firme convicción.
-Bien. Enrique de la Vega, ¿aceptáis a esta mujer como legítima esposa?
-Acepto-dijo ella rápidamente.
-Bien. Entonces-ahora el sacerdote se dirigió a la novia.-Podéis besar a la novia. Y que lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.
  Dicho esto Bellatrix llegó con los anillos en un cojín. La niña estaba preciosa, con un adorable vestido rosa que le hacía parecer casi una muñeca. Los jóvenes se intercambiaron los anillos, tratando de memorizar ese momento para recordarlo para siempre.
  Entonces el joven le levantó el velo a Angélica y la besó dulcemente, haciendo que todo el mundo rompiese en aplausos. Las hermanas se tuvieron que secar alguna que otra lagrimilla.
 Nereida, mientras se terminaba de secar una lagrimilla, vio como una sombra extraña se movía entre los invitados. Al principio le pareció raro, pero enseguida le hizo caso a su instinto, que le decía que lo mejor era que pensase que eran imaginaciones suyas.
 Así que sonrió y le dio un abrazo a su hermana cuando Enrique y Angélica pasaron juntos por el altar, después de que les tirasen arroz (aunque a ella le cayó algo)
 Después de aquello Angélica se reunió con sus hermanas, poco antes de la recepción, para bailar, se cogieron todas de la mano y bajo el sol comenzaron a bailar una bella danza. Algo improvisado, pero que las llenaba de alegría.
  Poco después comenzó el banquete de bodas, que se celebró en una enorme carpa blanca en la que había comida, bebida y una orquesta que tocaba una música exquisita, con la que se podía bailar de forma maravillosa.
 -Todo ha salido bien, ¿no creéis?-le preguntó Ginebra a Nereida mientras se servía una copa de vino.
-Sí, ha salido genial, aunque he de deciros que me va a dar mucha pena no verla por aquí durante bastante tiempo. Espero que nos visite a menudo.
-Descuidad. Hemos prometido vernos lo posible cuando todas…-Ginebra bajó la vista hacia su copa. Nereida le dio unas palmaditas consoladoras en el hombro.
-No os preocupéis. Seguro que la suerte os favorece en el amor.
-¿Tan segura estáis? Seguro que lo decís para consolarme.
-De eso nada. Lo digo porque sé que así será.-dijo Nereida con convicción mientras se servía una copa de vino añejo.
-¿Y por qué estáis tan segura?
-Porque lo digo yo. Y si lo digo yo así será.-Ginebra se echó a reír, al igual que Elizabeth, olvidando su pequeña aprensión.
 -Oye… ¿quién es ese hombre? No recuerdo que lo hayamos invitado a la boda-dijo Elizabeth de repente. La joven era la que mejor memoria tenía de todas en cuanto a rostros conocidos o desconocidos. En cuanto veía a alguien por primera vez no se le olvidaba jamás su cara. Pero aquella en concreto no la había visto nunca, de eso estaba ella completamente segura. Angélica, que estaba junto a Enrique comiendo todavía, lo vio también y pareció sorprenderse también.
 Pero la que más se sorprendió fue Nereida. Miró hacia dónde señalaba Elizabeth, y cuando reconoció al hombre se puso palidísima, y se le cayó la copa que estaba en las manos, derramándose sobre la mesa como si fuese sangre.
-¡Nereida!
 Pero ella no oía nada. No podía creérselo, ¡no quería creérselo! ¿Qué demonios hacía él aquí? No tenía que estar aquí, ¡NO DEBÍA ESTAR AQUÍ!
  Era el mismo hombre que Angélica había visto en el bosque meses atrás.  El mismo hombre con el que Nereida había soñado meses atrás. Un hombre a quién Nereida habría deseado no volver a ver jamás.
 El hombre iba elegantemente vestido, parecía un soldado de la guardia de un rey lejano.  Nada más oír el ruido giró la cabeza y sonrió educadamente. Se acercó a las princesas e hizo una elegante reverencia.
-Saludos, princesas. Estoy encantado de conoceros, mi nombre es Julian Delaga. Aunque creo que ya conozco a una de ustedes.
 Ipso facto todas las chicas miraron a Nereida, quién parecía muy apurada. Pero luego miró a Julian entrecerrando los ojos, con los ojos llameantes. Susurró con voz peligrosa:
-¿Se puede saber quién os ha invitado? ¿Qué hacéis aquí?
-He sido invitado por el marqués de la región de París.-Julian señaló a un hombre que bebía y charlaba alegremente junto a la tía Denisa. Parecía un poco borracho.
-Mentiroso.
-Podéis preguntárselo a él.-dijo él con una sonrisa burlona.
-De eso nada. Se lo preguntaré a madre, ella sabrá si a usted le han invitado o no, de eso estoy segura. Nereida se levantó dispuesta a ir a buscar a su madre, pero Adriana la cogió del brazo y la obligó a sentarse.
-¡Aguardar un poco, hermana! ¡Antes tenéis que decirnos quién es él!
-Soy un viejo amigo suyo de Alemania…-dijo Julian simplemente.
-¿Un amigo?-Ginebra frunció el ceño, pero entonces recordó la carta y sonrió con cautela. Después de la boda tenía intención de sacarle a Nereida hasta el último detalle. Aunque puede que lo hiciesen ahora entre todas.
 Nereida entrecerró los ojos y dijo:
-¿Podéis esperar un poco? Dentro de media hora iré a hablar con vos.
-A sus órdenes, princesa Nereida-Julian hizo otra reverencia y se marchó. Poco después se sentó a charlar con la dama de compañía de la reina Dayana, Victoria.
  Entonces Yvette le dio un codazo a Nereida.
-¿Y ese chico quién es? ¿Es vuestro…novio? Podéis contárnoslo todo, sabéis que no se lo diremos a nadie.
-¡Qué novio ni qué ocho cuartos! ¿Ése? Si no es más que un maldito patán. Pero es una larga historia. Lo único que sé es que no debería estar aquí.
-Creo que deberíamos dejarle aquí, mientras no arme más jaleo. Luego iremos a hablar con él. Si le echamos ahora se armará jaleo y le estropearemos a Angélica lo que queda de boda.
-Pero…
-Adriana tiene razón, Nereida. Es lo mejor, y lo sabéis.
-Está bien. Supongo que tenéis razón.-la joven  suspiró y apuró otra copa de vino. La terminó tan rápido que cuando iba a coger otra Ginebra le agarró de la muñeca.
-¡Parad ya! ¡Se supone que la sensata aquí sois vos!
-Lo siento…creo que debería salir a bailar un poco.
-Baila con lord Salem. Seguro que os anima, es muy apuesto-dijo Elizabeth con una sonrisita de picardía.
-¡Elizabeth!-dijo Yvette dándole un codazo a su hermana.
-¿Y a vos qué os pasa hoy? Se supone que aquí la “casta” soy yo-dijo rompiendo a reír.
-Ja, ja, ja, muy gracioso, hermanas.-dijo Yvette. Luego saludó a Angélica, quién se acercaba a ellas con una expresión sorprendida en el rostro.-¡Hola, Angélica! ¿Qué tal os encontráis? Espero que no hayáis bebido demasiado. ¡Hay que reservar algo para la noche!
-Sólo he bebido una copa-dijo Angélica distraídamente. Luego susurró en voz baja.-Ese hombre, el que está sentado junto a Vic. ¡Ése es el hombre que vi junto al bosque!
-¿Qué? Osea que es un intruso.
-Entonces tal vez deberíamos echarle.-dijo Ginebra, con nerviosismo.
-Todavía no-dijo Angélica.-Será mejor que esperemos un poco. Es necesario qué sepamos quién es. Averiguadlo y luego me contáis. Tengo que irme-entonces regresó junto a Enrique.
 El resto de las hermanas se miraron, preocupadas. Ninguna tenía ni idea de la cantidad de problemas que traería ese joven.

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