miércoles, 8 de junio de 2011

2. Las hijas de la reina Dayana

 Mi hija Nereida no era la hija de Raimundo. Nereida era la hija de mi primer amor, el único hombre a quién amé en esta vida. A Jean Baptiste,  un oficial francés que vino a palacio para ayudar a mi esposo con unos asuntos de política. Más concretamente asuntos de expansión.
 Era un hombre joven, fuerte y hermoso, con un abundante y sedoso pelo negro, un cuerpo fabuloso y una sonrisa que me iluminaba el sol de cada día. Ambos sabíamos que estaba mal, pero no pudimos evitarlo, nos enamoramos a los pocos días.
 Ese amor que surgió entre nosotros tenía la magia y la frescura del primer amor. Al principio ninguno de los dos quería reconocerlo, nos negábamos a admitir lo que sentíamos el uno por el otro. Pero los dos acabamos cayendo en la trampa.
 Nos amamos durante muchos días a escondidas, siempre por la noche, cuando todos dormían, y en silencio, para que nadie nos descubriese. Bueno, había una única persona que sí que lo sabía. Clara, mi criada más fiel.
 Pero ella no dijo nada, es más, fue la confidente de mis amores secretos.
 He de decir que me sentía más feliz que nunca. Era poderosa, estaba enamorada y viva…me sentía más viva que nunca, a pesar de que sabía que aquello no iba a durar. Pero no me importaba, decidí disfrutar el momento y no pensar en el mañana.
 Hasta que finalmente llegó ese mañana. Jean tuvo que marcharse por una orden urgente.  Una orden urgente que tenía algo muy sospechoso…algo que Raimundo sospechaba, pero de lo que no tenía la certeza.
 Entonces pasaron los días y, en dos semanas descubrí horrorizada que estaba embarazada. Me asusté muchísimo, estaba segura de que si Raimundo lo descubría acabaría muy mal. Al principio pensé en interrumpir el embarazo.
 Pero no pude…odiaba ese embarazo y sin embargo no pude abortar. Era mi bebé, daba igual quién fuese el padre. Era mi  hija.
 Raimundo nunca lo supo, pero siempre lo sospechó. Eso lo supe cuando un día, en una velada, se sentó mientras yo tocaba el piano. Toqué una de mis mejores canciones. Yo no era ni mucho menos tan buena como mi hermano al piano, pero mi música se adaptaba igual que la suya a mi estado de ánimo. Y esa fue una de las mejores canciones que toqué. Raimundo no  dejó de mirarme fijamente durante todo ese tiempo, y tampoco me dirigió la palabra.
  Pero cuando acabé se acercó a mí y me susurró algo al oído, y entonces supe que lo sospechaba. Pero no tenía la certeza, y eso fue lo que me salvó. Raimundo nunca jamás actuaba sin saber algo de seguro, y no tenía pruebas para encontrar el origen de mi infidelidad.
  Y al parecer lo olvidó con el tiempo. Pero si llegaban a enterarse en el reino Raimundo tendría esa certeza en bandeja.
 Aquel día me retiré a mis aposentos y me di suavemente con el puño en el vientre, odiando ese embarazo.
 Y así pasó el tiempo y nació mi pequeña Nereida. Es igualita que su padre, con esa misma sencillez y los mismos rasgos delicados.
 Después de ella tuve a Yvette, una chica a la que se le tuvo que poner mano dura, pues se escapaba muy a menudo, para salir con chicos, sobre todo. O para quién sabe qué cosas.
 Después vino Anne,  vino muy seguido después de Yvette, fue mi parto más difícil, a punto estuve de morir. Pero me salvé por muy poco. Anne tiene la piel muy pálida y cremosa, como la de un ángel. Su pelo rubio era como el sol del atardecer, tirando a pelirrojo y era una niña muy alegre, la más alegre de todas. Pero sobre todo, tan llena de vida…ella, al igual que Ginebra, buscaba algo, pero algo muy distinto, que mucho tenía que ver con lo que el destino le deparaba.   
 Después tuve a mis hijas gemelas, Elizabeth y Ginebra. Elizabeth es mi hija más inteligente,  soñadora y que leía mucho. Una cultura extraordinaria, y un carácter exquisito. Una chica a quienes todos querían. Yo estaba muy orgullosa de ella, pues era además muy hermosa, con su pelo rubio que le caía en suaves hondas, su piel blanca y su rostro dulce. Elizabeth guardaba un gran parecido con los ángeles.
 Pero Ginebra…nunca lo admití, pero era la hija a quién más quise.   Era una chica de pelo castaño largo que le caía en unas ondulaciones parecidas a las de Elizabeth y unos ojos castaños que tenían un brillo casi mágico.
 La quería muchísimo, pero… ¡anda que no me causó problemas! Era una chica muy inteligente, pero era taimada y rebelde, hacía demasiadas preguntas, estaba ávida de aprender y desde pequeña dijo que no deseaba casarse, al menos no hasta que encontrase al amor de su vida. Y deseaba viajar por el mundo, siempre lo deseó. Esos deseos me parecían simples utopías.
 Era una chica generosa además, ayudaba a todo el que se le pusiera delante, por mucho que intentásemos inculcarle el orgullo real. Ella y Angélica ayudaban a todo el que fuera, y hacían amistades que a Raimundo y a mí nos parecían innecesarias. Eran muy amigas de la hija de mi fie criada Clara, la pequeña Luna, que tenía la edad de Angélica y que años más tarde la sustituiría, tras la desaparición de Clara.
 Pero había otra cosa que me preocupaba mucho más de ella. Lo supe desde el día en el que me la pusieron en los brazos. Esa niña sería como yo, una bruja, una hechicera poderosa. Cuando vi sus ojillos supe que había magia en su interior, una magia que sería muy poderosa. Nunca supe hasta qué punto. Sería mucho más poderosa de lo que fui yo jamás. Sus poderes se manifestaron el día en el que cumplió siete años. Pero no dijo nada y siempre ocultó sus poderes. Ella no sabía que yo era una bruja, y no le convenía saberlo. Así que ocultó sus poderes por miedo. No la vi hacer magia hasta muchos años después.
 Después de ellas dos tuve otras dos hijas. Angélica.  Era muy parecida a Ginebra, pero su aspecto era muy distinto. Era casi más hermosa que Elizabeth, pero su belleza era casi como de cuento, casi fantasmal.  Trataba de imitar a Ginebra en todo lo posible, pero esto era una contradicción porque a menudo trataba también de ser una chica buena, lo que la sumía a veces en una extraña confusión.
   Años después tuve a mi hija pequeña, Bellatrix. Era una niña débil e introvertida, no hablaba casi nunca, y a menudo pasaba por el castillo como un fantasma, siempre concentrada en sus poemas. La poesía era lo que más le gustaba en el mundo. Se conformaría con el destino que fuese, siempre y cuando pudiese seguir haciendo su poesía.  Era la más obediente, y tan frágil que iba con ella de un lado para otro. Deseaba protegerla, que nada malo le pasase, tal como temí desde siempre. Siempre la tuve rodeada de gente que se aseguraba que no sufriese ningún daño, o simplemente le decía a sus hermanas que cuidasen de ella. Pero a pesar de eso era muy solitaria.
 Todas mis hijas fueron bellas, pero a menudo me preocupaba, pensaba en el qué les depararía el destino. Y me juré hacer todo lo posible para hacer que fuesen buenas princesas, y que encontrasen los maridos adecuados. Así perpetuarían este legado de poder.
    Así que mandé a cada una de mis hijas a un internado distinto, para que creciesen siendo todas unas señoritas. Los mejores internados de Europa. Mandé a Nereida y a Elizabeth a dos internados distintos en Alemania, a Ginebra la mandé primero a Italia, pero como la expulsaron la mandé a Suiza. A Yvette la mandamos a España, a Adriana a Francia, y a Inés a Italia. Pero Angélica y Bellatrix se criaron en el castillo.  Y a Anne la mandé a Grecia.
 Todos los veranos los pasaban en palacio, dónde las veía muy feliz de reunirse de nuevo. Todas ellas estuvieron muy unidas, Elizabeth, Nereida y Ginebra estuvieron muy unidas, al igual que Angélica con Adriana e Inés. Aunque a veces me parecía que Nereida y Ginebra tenían una especial complicidad de niñas, tramaban secretos a escondidas, secretos que mucho tenían que ver con sus sueños. Además, Adriana e Inés parecían tener algo parecido.
 Ginebra se negaba a cambiar, recibió muchos palos y castigos por parte de las monjas, pero no quiso volverse sumisa, mantuvo su carácter taimado y rebelde hasta el final, y a menudo contagiaba a Angélica, lo cual me ponía nerviosa. Se metían en muchos líos junto a Nereida, quién intentaba rescatar a sus hermanas con su sensatez. Pero poco le funcionaba, la verdad.  Muchas veces la metían a ella también en el barullo.
 Ginebra me hacía preguntas impertinentes a menudo, hasta que yo la castigaba y hacía algo desesperado con tal de mejorar su carácter. Pero nada funcionada, esa niña tenía una firmeza de carácter extraordinaria, y una fuerza de voluntad que yo no tuve jamás.
 Estaba segura de que hacía lo correcto al separarlas. Tenían que aprender a vivir unas sin las otras, porque cuando se casasen tendrían que acostumbrasen a sus nuevas vidas. En aquel momento poco me importaba no haber tenido un hijo varón, a pesar de que Raimundo a menudo me lo reprochaba.
 Y así pasaron muchos años. Mientras tanto Vergalda seguía creciendo, haciéndose más grande, más poderosa. Sus bosques parecían infinitos, pasear por ellos era como entrar en un mundo nuevo, lleno de vida, y había un montón de rincones secretos que podías descubrir.  También había lagos, cuevas…Vergalda, a pesar de ser un reino muggle, era mágico. Y su gente, a pesar de ser pobre, era alegre, y parecía que no le faltaba demasiado.
 Eso era todo el resultado de la prosperidad del reino. Algo de lo que me sentía muy orgullosa. A menudo me paseaba a caballo por el reino, acompañada de Raimundo, y me admiraba de toda la magnificencia del reino. O paseábamos por los bosques o respirábamos la brisa del mar de la Playa de la Luna, una playa que por la noche tenía algo extraño en el ambiente. Algo mágico…pero no sabría hasta años más tarde lo que era. De todos modos no me importaba, me limitaba a disfrutar de ello.
  El orgullo me dominó por completo, aquella parte orgullosa que siempre había albergado en mi corazón se hizo más y más grande.
 Además, allí ocurrían muchas cosas. El reino de Vergalda no tenía nada de la cotidianidad de mi lugar de origen, todos los días pasaba algo, a pesar de que cumpliésemos nuestras obligaciones a rajatabla todos los días.
 O venían unos bandidos, unos comerciantes que traían telares exquisitos, oro de la China…y a menudo había fiestas. Todas ellas corrían a mi cuenta, yo era la encargada, como reina, de organizar y dirigir todas las fiestas que se celebraban en la Corte.
 Esas fiestas eran un gran derroche, me aseguraba de que todo fuese perfecto, de que los invitados quedasen satisfechos y de que no faltase de nada. La música era además exquisita, y los bailes duraban hasta el amanecer. Y a menudo tocaba en esas fiestas.
 Me gustaba ver como se desarrollaban, las conversaciones de mis amigos, cómo las jovencitas encontraban a sus pretendientes…y admirar la exquisitez y el refinamiento de la Corte. Eso era algo que compartía con Raimundo, eso y el ansia de poder. Quizás era eso algo que nos unía también. 
 Durante esos años Raimundo siguió siendo un hombre frío, pero no era distante, y yo sé que con el tiempo me cogió algo de aprecio. A pesar de todo. Eso es lo que suele pasar con el matrimonio. Se le acaba cogiendo cariño a la persona con quién convives durante muchos años, aquella persona a quién estabas atada durante el resto de la vida. A pesar de que no pudieses amar a ese hombre nunca jamás.
  Nuestras relaciones con el extranjero eran muy buenas, y con la Iglesia Católica más todavía. España mantenía muy buenas relaciones con nosotros, y a veces hasta nos pedían consejo para algún tema. Y recuerdo que hicimos varios viajes hacia el Escorial. Reconozco que había muchas cosas que me fascinaban. Por aquella época España hacía muchas cosas que eran fascinantes. Era el período en el que alcanzó su máximo esplendor. Antes de ir cayendo en la decadencia.
 Y la Iglesia, al igual que la Inquisición, nos tenían por un reino ejemplar, que seguía los preceptos de la religión cristiana. Y efectivamente así era.
    Durante los años que pasaron hasta que mis hijas comenzaron a hacerme mayores cambié, me hice mayor, pero todavía no envejecía. Dejé de ser aquella adolescente que había abandonado su hogar en busca de fortuna, me hice una mujer alta, de rasgos algo duros pero bien perfilados, una piel suave, y mi pelo rojo relucía más que nunca. Al ser una bruja tardaría un poco más en envejecer. Eso es un rasgo característico de los magos. Morimos como cualquier ser humano, pero nuestra vida es más larga, tardamos más en envejecer y en morir.  
 Y nuestro pueblo supo mantener la paz durante muchos años. Pero ninguno supimos que algo se perfilaba, que una sombra oscura que amenazaba con destruirnos a todos se alzaba sobre nosotros. Algo percibimos, y nos preparamos para lo que pudiese venir. Pero ninguno supimos cuán peligroso era ese peligro que se cernía sobre Vergalda, una bomba que estallaría cuando menos nos lo esperábamos.
  Así que pasados los años mis hijas fueron regresando de sus internados. Todas menos Anne, quién según una carta de la directora de su internado tenía que hacer un viaje espiritual. Primero regresaron Adriana e Inés, luego Ginebra, quién parecía guardarse muchos secretos, al igual que Nereida, y por último Elizabeth, quién nos había dado un disgusto huyendo con un amante secreto, un plebeyo,  pero que regresó al morir él. Lo que nunca supo ella es que fue su padre quién le mandó asesinar, unos pocos guardias le persiguieron y le mataron.
   Todas ellas habían cambiado con el tiempo. Se habían hecho mujeres (todas menos Bellatrix, quién apenas tenía diez añitos por aquella época), eran unas adolescentes que estaban en la flor de la vida. Su hermosura se había manifestado en todo su esplendor, y yo estaba ilusionadísima. Estaba segurísima de que muy pronto podría encontrar maridos en buena posición  para todas ellas.
     Habían aprendido muchas cosas, todas tenían grandes conocimientos que me había asegurado muy bien que les enseñaran, y un refinamiento inculcado que las hacía parecer unas grandes princesas, las hijas dignas del rey. Todas ellas eran alegres, se sintieron felices de regresar a casa, siempre se reían por cualquier cosa, y bailaban o cantaban, a veces tocaban el piano. Las que  mejor lo hacían Ginebra, Elizabeth y Adriana. Nereida seguía manteniendo su talento para con los animales, se pasaba horas cuidando a los animales del reino, o estaba con su águila, Diana. Sí, lo sé, es un nombre espantoso para un águila, pero ella se negó a llamarla de otra forma, hasta el punto de que el animal no respondía a otro nombre.
   Fue entonces cuando decidí que todas ellas, menos Bellatrix, entrasen en sociedad. Ya era hora, además, Adriana e Inés tenían veinte años, Nereida tenía dieciocho años recién cumplidos, Elizabeth y Ginebra tenían dieciséis,  y Angélica quince. Todas estaban preparadas.
 Así que preparamos una ceremonia para que entrasen en sociedad todas a la vez, dos semanas después de que regresasen de sus respectivos internados.  Se les recogió el pelo con peinados parecidos, y sus vestidos resaltaban la belleza de cada una. E incluso podría decirse que mostraban la personalidad de cada una. O la ocultaban. El de Nereida tenía un tono verde tropical, pero que le daba a su belleza un toque misterioso, el de Ginebra  era blanco y rosa, que le hacía parecer un ángel, al igual que el de Elizabeth, que era totalmente blanco. El de las demás eran de un rojo oscuro que les quedaba de maravilla, que les hacía resplandecer con el resplandor que solo puede dar la juventud.
  Yo miraba a mis hijas llena de orgullo mientras ellas bailaban con los príncipes, reían, charlaban y se murmuraban los pormenores del baile. Todas resplandecían como unas futuras reinas, y eso me llenaba de una alegría extraordinaria.
  Pero todas ellas habían vuelto con sus propios secretos, secretos que habían definido sus personalidades, lo que serían en el futuro o el por qué de sus acciones. Pero sobre todo sus sueños, lo que le pedirían a esta vida.
 Y lucharían a muerte por alcanzar esos sueños.
    En ese baile se hicieron mujeres, mis hijas comenzaron a andar el camino de lo que sería su vida, se prepararían para decidir sus destinos, sus vidas empezarían.

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