martes, 21 de junio de 2011

14.Un duelo sangriento.

Hogwarts era un lugar increíble, sencillamente maravilloso. Era el castillo más majestuoso en el que Ginebra había tenido la oportunidad de estar en toda su vida. Y se sintió muy feliz. Una nueva esperanza iluminaba su corazón, ahora tenía una oportunidad de aprender cosas y trazar ella misma el hilo que tejía su vida...
 Fue seleccionada en Gryffindor y colocada junto a las alumnas de sexto, gracias a su edad y a que poseía ya algunos conocimientos acerca de la magia (aunque de vez en cuando tendría que tomar clases particulares).
 No tardó demasiado tiempo en adaptarse a su nueva vida. Unos pocos días. Se esforzaba mucho en ser de las mejores alumnas, hasta el punto de que consiguió uno de los mejores puestos. Ginebra deseaba aprender todo lo posible, para desarrollar su magia curativa, cosa que le encantaba. Además, se sentía fascinada por la sociedad mágica de la que estaba comenzando a formar parte. 
 ¡Había tantísimos misterios por descubrir! Ginebra tenía un camino muy amplio por delante...
 En cuanto a la gente, hizo muchos amigos en poco tiempo, ya que Ginebra era una chica muy sociable, alegre y sobre todo llena de vida.
  Ginebra pasaría por muchas cosas en aquel lugar, ni ella misma sabía todo lo que marcaría su vida. Pero muy pronto lo sabría...
 -¿Crees que nos habremos alzado ya con la victoria?-dijo un hombre con una copa de "vino" en la mano. Llevaba una capucha negra, al igual que la mujer rubia que lo miraba con gesto burlón.
-No cantéis victoria todavía. Estamos preparados para la guerra, lo que tenemos que hacer ahora es lanzarnos a ella.
-Querida Dafne...no debéis preocuparos demasiado-dijo el hombre, apurando la copa
-¡Por supuesto que debemos preocuparnos, hasta que tengamos la victoria segura! Nunca hay que bajar la guardia...esto es peligroso, ¿acaso es que no lo recordáis?-la voz de la mujer sonó sensual, a pesar de su preocupación.
-Eso ya lo sé, pero la situación lleva siglos igual, no creo que venga nadie...
-Eso deberíais preguntárselo a la jefa.-dijo Dafne, sentándose encima del regazo del hombre.
 El hombre fingió escandalizarse,pero luego tomó a la mujer por la cintura.
-¡Dafne, por favor, que hay mucha gente en la otra sala!
-¿Y quién os ha dicho que me estaba insinuando?-dijo la mujer en un tono bastante coqueto. Acercó sus labios a los del hombre, pero sin llegar a rozarlos-de todos modos poco importa, aquí podemos hacer lo que queramos.
-Mira la que decía que esto era...
-Tiempo al tiempo Geoden. Tiempo al tiempo...-dicho esto le besó en la boca con lujuria, beso que él siguió con ansias.
 Se estuvieron besando durante un buen rato, hasta que de repente él se separó de ella, algo aturdido.
-He oído algo...
  Geoden se levantó del sillón, agarrando a Dafne todavía por la cintura, y mirando a su alrededor, alerta.
-¿Oír algo? Yo diría que ya no se oye nada...-Dafne tenía razón. Antes había habido mucho ruido en la sala de al lado. Pero ahora se había hecho un silencio absoluto.
-Deberíamos ir a comprobar lo que ha pasado...-dijo Dafne, tan alerta como Geoden.
 Geoden se marchó a la sala de al lado para comprobar qué era lo que estaba pasando...y cuando se dio cuenta regresó apurado.
-¡Mierda, es una emboscada!
-¿Qué?-Dafne se acercó a mirar, pero Geoden la detuvo.-¿Se puede saber de quién?
-De un solo hombre. De un maldito hombre.
-¿Qué demonios...?
-Un hombre con aliados muy poderosos...tendremos que enfrentarnos a ellos...
  Dafne y Geoden se prepararon, y luego salieron a la sala de al lado, dónde se encontraron con una sorpresa bastante desagradable.
 El castillo estaba siendo asaltado por un grupo de caballeros que luchaban muy duramente contra sus aliados, a caballo. Parecían salidos del mismísimo infierno, y todos tenían una figura etérea, casi podría decirse que fantasmal. Todos menos uno de ellos, que iba montado en un purasangre negro y llevaba una camisa blanca y el cabello moreno despeinado.
  A pesar de todo, no parecía más frágil que los demás, ni mucho menos.
-¿Quién se supone que ese hombre?-preguntó Dafne, furiosa.
-Os apuesto lo que queráis a que es un maldito rebelde...pues bien, vamos a darle una lección. Estoy seguro de que no sabe de lo que somos capaces.
  Geoden se echó entre el gentío que luchaba, y entonces sacó una daga, que parecía arder como una daga del mismísimo infierno.
 El hombre no se cortó ni un pelo, le clavó esa daga a uno de los fantasmas, que se disolvió enseguida rodeado por un aterrador fuego violeta.
 Geoden lo constató con satisfacción, y volvió a hacer lo mismo con todos los fantasmas que se encontró. Dafne lo miraba y se reía como una loca. Así que sacó otra daga sospechosamente parecida a la de Geoden y se puso a hacer lo mismo que él. Incluso lo hacía con más facilidad que él.
  El resto de sus aliados, que habían luchado con tanta dificultad contra aquellos fantasmas, comenzaron a tenerlo bastante más fácil, sobre todo porque se animaron y cogieron más fuerzas. No tenían dagas como las que lelvaba aquella pareja, pero eran capaces de debilitar a los fantasmas. En cambio al hombre no, por algún extraño motivo era demasiado rápido para que le hiciesen demasiado daño. Nadie sabía por qué, la verdad. No parecía haber nada sobrenatural que le diese una fuerza extraordinaria, ningún entrenamiento especial.
 Quizás fuese simplemente la fuerza de la desesperación. Ése era sin duda un incentivo muy poderoso para ese hombre. Destrozó muchas de las cosas valiosas que había en ese castillo, e incluso llegó a asesinar a unos cuantos de los encapuchados. Su espada era certera, su baile mortal hermoso pero extremadamente peligroso.
 ¿A qué se debería? Se preguntó más de uno. De todos modos, aquello no importaba, lo importante era detenerlo cuanto antes o interrogarlo. Es probable que supiese demasiado.
 Es más, eso era quizás lo más probable. Así que Geoden se montó en su caballo e hizo salir fuera al hombre. Lo único que tuvo que hacer fue salir, para que el hombre lo siguiera, pues al parecer no quería que nadie saliese fuera, es evidente que lo que quería era asesinarlos a todos.
 Allí se enfrentaron a un duelo muy sangriento. Geoden sacó su espada y el hombre comenzó a arremeter con la suya, que ya estaba llena de sangre.
 El duelo duró muchísimo rato, casi hasta el alba, las arremetidas eran constantes, pero uno siempre se esquivaba al otro antes de que los golpes fuesen demasiado graves.
 Verlos luchar era hipnotizante, algo así como un baile rápido y feroz. 
 Pero al amanecer quedaría claro el resultado.
 El hombre, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía aguantar para siempre, así que llegó un momento, poco antes del alba, en el que Geoden logró arrojarle del caballo y colocarle la espada en el cuello.
-¿Os rendís ahora? Habéis sido muy insensato al hacer lo que habéis hecho, aunque he de admitir que sois un buen luchador...habéis durado más de lo que me esperaba.
-No voy a...
-¿No queréis rendiros?-Geoden pensaba matar al hombre de todos modos, pero a él le gustaba mucho jugar con aquellos a los que derrotaba, hacerles ver que tenían una oportunidad, para luego asestarle al golpe final.-No tenéis más remedio...si no queréis morir.
-¿Morir?-susurró el hombre, como si se lo estuviese diciendo a sí mismo.-Hay cosas peores que la muerte...
 Geoden tuvo clara entonces la respuesta del hombre. Parecía un pobre diablo, de todos modos. Mejor, así lo podría matar cuánto antes. Levantó su espada, dispuesto a asestarle el golpe final, cuando una voz femenina desde dentro del castillo dijo:
-¡Basta! ¡No le matéis!
 El hombre y todos los que estaban a su alrededor parecieron muy sorprendidos. Geoden dijo:
-Pero es que este hombre...
-¡No me importa! ¡Regresad y dejadle aquí!
"Órdenes son órdenes" pensó Geoden. Y se dispuso a regresar al castillo junto a todos los demás, para hacer planes. Todos y cada uno de ellos, que iban encapuchados al igual que él. Y todos con la misma marca dorada en el hombro...
 El hombre esperó a que todos regresaran al castillo. Luego se levantó, no pudiendo creer en su buena suerte, y se montó en su caballo de vuelta hacia el lugar dónde se refugiaba. Se sentía más culpable que nunca. Había creído de verdad que ésta vez no fracasaría pero...se había equivocado. Otra vez.
¡Cuán difícil le era encontrar su camino! No hacía más que fracasar una y otra vez...mientras cabalgaba a una velocidad que no era nada normal en nadie en su estado, pensada en la posibilidad de que quizás estuviese condenado de verdad. De que, aunque fuese humano, su alma estuviese sentenciada.
 Esto no sería tan malo si esa condena le atañase solamente a él...

 Dayana recorrió el castillo de arriba abajo, muy nerviosa. En todo el día no hizo otra cosa que buscar a su hija, con la esperanza de que no hubiese pasado lo que ella se temía, que se hubiese marchado. Porque estaba segura de que no había pasado lo mismo de antes, desde luego.
  Supo lo que había pasado cuando Ginebra le mandó una carta, a las dos semanas, y entonces se puso hecha un basilisco, interrogando a sus hijas, acusándolas de no haberla avisado, que si sabían esto, que si no...
 Pero en el fondo se sentía culpable. Sabía, de alguna forma, que aquello pasaría. Así que a los pocos días puso como excusa a la desaparición de su hija otro viaje espiritual.
 Funcionó demasiado bien, ya que mucha gente pensaba que Ginebra lo necesitaba. Más concretamente, los miembros más ancianos de su propia familia.
 Las hijas de Dayana sintieron como el tiempo pasaba muy despacio sin Ginebra. Era como si un soplo de aire fresco que le brindaba la vida aquel lugar hubiese desaparecido.
 Seguían con sus obligaciones, pero estaban más tristes. Sólo sus sueños mantenían en sus corazones una esperanzas que les impedía caer en la apatía y en la tristeza verdaderas.
Angélica estaba casi igual, a pesar de su felicidad junto a Enrique y su embarazo, que marchaba estupendamente. Pero ella, al igual que Nereida, recibía cartas de Ginebra, lo que la consolaba un poco. Tenía la esperanza de que Ginebra decidiera presentarse aunque fuese por lo menos para ver a su sobrinito o su sobrinita. Ella no estaba muy segura de si quería tener un niño o una niña. En el fondo le daba igual, y a Enrique también, pero no las tenía todas consigo, pues se estaba poniendo demasiado gorda, para el tiempo que llevaba embarazada. Sospechaba que esperaba gemelos, lo que la asustaba un poco. Deseaba de todo corazón que su parto no fuese demasiado difícil...
 Un día, Julian decidió salir a dar un paseo a caballo por los territorios del reino. Le gustaba mucho cabalgar rápido, sentir la adrenalina, como si el peligro estuviese cerca. La velocidad le hacía sentirse vivo. Bueno, en realidad era la segunda cosa que le hacía sentirse vivo después de...pecar.
 Llevaba unos cuantos días pensando en él. ¿Le echaba de menos? Pues no, la verdad, aunque tenía que admitirse a sí mismo que se sentía algo culpable.
Porque su hermano estaría en aquel instante enfrentándose al peligro mientras que él...en fin, se lo había buscado él solito, se lo merecía. Podría haber tomado el camino que cogió él, el camino fácil. No sólo por ser el fácil, sino por ser el más sensato.
 En fin...que sea lo que Dios quiera, pensó él, antes de regresar a palacio a buscar a Victoria.
 Inés se sentó frente a su arpa y se supo a tocar una melodía muy triste, melancólica. Tocar el arpa era para ella tanto un consuelo como una alegría. Era lo que mejor se le daba. Lo que mejor se le daría para siempre.
 Aquella noche tocó una melodía hechizante, que recordaba sospechosamente al lamento de una sirena, lo que puso nervioso a más de uno en el castillo. Pero nadie dijo nada, pues esa música era hipnotizante y hermosa, y nadie jamás le había dicho a Inés que no tocase. La chica podía usar el arpa siempre que quisiera, cosa que hacía muy a menudo.
 Cerró los ojos y se dejó llevar por la música, como si fuese lo único que en el mundo existiese.
A lo lejos, en la noche, una figura oscura se acercó y trepó hacia la ventana dónde Inés estaba tocando. No se asomó a la ventana, pero se acercó lo suficiente para poder escuchar la música de primera mano. Se dejó hechizar por la música y cerró los ojos.
 Así estuvo durante mucho rato, sin que nadie se diese cuenta. Por suerte, la noche le protegía y le ocultaba de cualquier peligro.
 Pasó mucho rato escuchando a la princesa Inés tocar, hasta que finalmente la canción terminó, muy tarde, cerca de la medianoche. Entonces desapareció…
 Alguien llamó a la puerta de los aposentos de Inés, con tres golpes suaves.
-Adelante.-dijo Inés con un hilo de voz.
  Nereida entró en los aposentos de su hermana, y se sentó junto a ella.
-Inés...¿qué tal estáis?
-Bien. Al menos eso creo.-respondió su hermana, dando los toques finales al arpa.
-Deberíais tocar otros instrumentos, como el violín, por ejemplo. Así variaríais un poco.
-No me gustan ninguno...sólo el arpa.-replicó Inés, suspirando.
-No os encontráis bien, ¿verdad?-Nereida le apartó cariñosamente el pelo de la cara de su hermana.
-No mucho, y creo que ya sabéis por qué.-Nereida lo sabía...¡claro que lo sabía!
-Volverá algún día, Inés...pero no a casa. La volveremos a ver. Ella misma lo dijo.
-¿Dónde?
-Pues...en nuestros futuros hogares. Ya sabéis, cuando cada una de nosotras se case…-a Nereida no le gustaba mucho pensar en ese tema, en el fondo. ¿Con quién tendría que casarse? La muchacha tenía muchos pretendientes, era de las que más tenía, debido a su belleza y a sus elegantes modales.
 Pero no lograba que ninguno le gustase de verdad. Dos años antes no le hubiese importado demasiado eso de no casarse por amor, habría sido feliz con un buen marido que tuviese alta posición económica y un gran cargo en el gobierno. Pero ahora…las cosas eran muy diferentes. Al menos eso creía ella, siempre y cuando él estuviese bien. Pero, desgraciadamente, no tenía ninguna garantía de que así fuese.
-A veces sueño con la muerte, hermana, aunque no sé por qué…-dijo Inés de repente. Era cierto, demasiadas veces soñaba con la muerte. Y se sentía con ganas de hablar de ello.-Como una dama fría, pero bella y llena de elegancia. Sueño con que viene aquí y uno por uno, se lleva a todos nosotros. Y luego se hace la oscuridad.
-¿Lo soñasteis anoche, hermana?-preguntó Nereida, preocupada.
-Pues sí…
-Entonces…
-Pero anoche hubo una diferencia en torno a los demás sueños. Una pequeña diferencia que me asustó sobremanera…-dijo Inés mientras comenzaba a tocar el arpa de nuevo.
-¿Cuál es esa diferencia?-a Nereida le asustaban ya esos pequeños detalles. Hacía tiempo que sabía cuánto valían esos pequeños detalles.
-Le vi el rostro Nereida…y la conozco. No sé por qué, pero la conozco.
-¿La? ¿Eso significa que la muerte es una mujer?-preguntó Nereida, con tamaña curiosidad.
-¿Quién sabe? La muerte puede tomar muchas formas, aunque no me dio la sensación de que fuese una máscara. ¿Pero qué voy a saber yo? No soy más que una mortal, y una mortal asustada ante los misterios de la vida. Debería rezar. Confesarme.
-¿Para qué? No creo que al sacerdote le guste saber qué soñáis con esas cosas.
-No tengo la intención de contarle eso. Sólo que mi alma se halla muy desamparada.
-Entonces…seguid tocando el arpa. Tal vez logréis expresaros mejor así, dejar escapar la inquietud de vuestra alma.-dijo Nereida, a pesar de que Inés ya lo estaba haciendo.
 La melodía que estaba tocando era distinta de la anterior, no tenía ya la misma tristeza que antes. Llevaba algo muy distinto, una fuerza desconocida, que a pesar de todo, no era demasiado buena.
 Porque llevaba una nueva sensación, algo que traían los vientos de Vergalda, de algo que pasaría muy pronto…Nereida no sabía por qué pero lo sintió. Tampoco supo el por qué esa canción hizo que una canción tintineara en su cabeza:
              La muerte no es más que una fugitiva,
 Que retrasa su camino para jugar con nosotros,
     En algún momento llegará,
      Más ella no es más que una emisaria,
 Llegará el momento en el que nos hará pagarlo todo,
 Nuestros más fieros pecados quedarán expuestos al mundo,
Y el castigo más cruel caerá sobre todos nosotros,
Pero sobre aquellos tres será peor,
 Pues ellos cometieron un pecado fatal,
Algo peor que la muerte,
Aún siendo inducidos a ello,
 No se salvarán de su castigo, ni se su muerte,
 Poco les queda ya, pues para ellos ya es demasiado tarde…
 Nereida se estremeció al oír esa canción, le hacía sentirse bastante incómoda. Deseó olvidarse de todo, así que le dio las buenas noches a Elizabeth y regresó a sus aposentos, dispuesta a olvidarlo todo durante unas horas.
 A pesar de todo, seguía escuchando esa dulce melodía cuando cayó en la más profunda oscuridad…






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