martes, 14 de junio de 2011

9. Un secreto dicho a voces.

       
 -¡Nereida! ¡Nereida!-gritó Luna, corriendo hacia la muchacha-¡Princesa Nereida!
-¿Se puede saber qué pasa, Luna?-preguntó Nereida, sorprendida, mientras acariciaba a su águila. Diana parecía muy tranquila esa mañana. Demasiado, pensaba Nereida.
-Ha llegado otra carta para vos…
-¿Otra carta? ¿De quién?-Nereida le arrebató prácticamente la carta de las manos  a Luna, quién de todos modos no pareció sorprenderse lo más mínimo.
-No tengo ni idea, no ponía remitente.
-Bien. Entonces podéis retiraros.-Nereida se alejó al rincón más oscuro de la cuadra para leer la carta, mientras Luna se retiraba. Cuando la joven criada había dicho que no había remitente, Nereida se había dado cuenta de quién se trataba. Nerviosa y con las manos temblorosas, abrió la carta y la leyó de arriba abajo, rápidamente, pero tratando de memorizar hasta el más mínimo detalle:
 Querida Nereida:
 ¿Cómo estáis? No sé si os llegará mis cartas, pero por lo menos creo saber que estáis bien…deseo de todo corazón que podáis leer todas mis cartas. Es la única esperanza que tengo de tratar con vos. Espero que vuestra madre no os haya casado todavía, aunque me llegaron desde aquí las noticias de la boda de vuestra hermana. Enhorabuena, me alegro mucho de que las cosas le hayan salido tan bien a la princesa Angélica. Le envidio, incluso…
“¡Vamos, por favor!” pensó Nereida a medida que leía la carta, nerviosísima. Aquel que le enviaba la carta se pasaba casi todo el tiempo hablando de ella misma, cuando no le decía lo que él sabía que la propia Nereida se moría por saber. Pero poco después leyó:
 Estoy seguro, conociéndoos, de que os preguntaréis como estoy. No me gustaría alarmaros, pero tampoco puedo mentiros, así que os diré que las cosas han empeorado por aquí. Yo sigo bien, he logrado escapar por los pelos de aquellos miserables. Pero por muy poco.
 Además, hay muchas muertes por aquí, demasiadas. No tengo ni idea de cómo he logrado aguantar tanto, esto no hace más que despertar en mí el recuerdo de lo que pasó aquella noche fatal…
 Todo ha sido gracias a vos, vuestro recuerdo me hace conservar la cordura. Una cordura que siempre amenaza con tambalearse, pero que milagrosamente, nunca cae, como una flor frágil que a pesar de todo nunca jamás se rompe.
   No tengo tiempo para contaros más, pero anhelo recibir respuestas de vos. Sé que es demasiado peligroso, si no lo hacéis lo entenderé. Pero si os arriesgáis buscad a Gus, un criado que se pasa por el pueblo todas las noches para vender sus mercancías. Él le hará llegar su carta hacia mí. Os echo de menos, quizás demasiado…y espero que vos también me echéis de menos, aunque también desearía que no fuese así…es lo más sensato, lo mejor para vos.
  Me despido hasta la próxima.
  Nereida respiró hondo y leyó la carta varias veces más, antes de romperla en mil pedacitos. Miró de un lado a otro de la cuadra, por suerte no había nadie. Nadie la había visto leer la carta. Bueno, casi nadie:
-Pero no diréis nada, ¿verdad qué no, Diana?-Nereida soltó una risita nerviosa mientras acariciaba al águila, que soltó unos chillidos que parecían demostrar su acuerdo.
  Aquella carta no había sido como las otras, sin lugar a dudas. Leerla le había llenado de emoción. Al final tenía alguna forma de comunicarse del todo con él, darle la seguridad de que recibía sus cartas, y quizás, sólo quizás…
-¡Princesa Nereida! ¡Princesa Nereida!-chilló Luna, quién iba corriendo hacia ella. Cuando llegó, hizo una reverencia, mientras jadeaba.
-¿Se puede saber qué pasa ahora?
-Vuestra madre os llama. Está en su despacho. Dice que es un asunto muy importante y qué tenéis que ir ya.
-Está bien. Iré. Gracias Luna.-Nereida dejó a Diana en su poste de siempre y se encaminó hacia el despacho de su madre…
-¿Cuántos años tiene ya?-le preguntó Jean a Dayana.
-Dieciocho.
-Santo dios, qué mayor…
-Es una buena chica, eso se lo aseguro…-Dayana parecía muy nerviosa, pero decidida ante lo que estaba a punto de hacer.
 De repente ambos oyeron como alguien llamaba a la puerta.
-Debe de ser ella… ¡Nereida, entrad!
 Nereida entró en el despacho y miró nerviosa a su madre, que estaba sentada en la mesa de su despacho, y al hombre moreno que estaba sentado delante. Ambos la miraron y ella los miró a ellos. Nereida entrecerró los ojos, sorprendida y algo intuitiva. Tenía el presentimiento de que iban a decirle algo importante. Sólo esperaba que aquello no agudizase sus nervios. Pensó que si era así le podría dar un infarto. Se sentó al lado del hombre moreno, a quién sólo conocía de oídas, de conversaciones con amigas de la alta sociedad.
-¿Para qué me habéis llamado, madre?-preguntó la muchacha.
-Tengo que deciros algo muy importante…Dayana se frotó las manos, muy nerviosa. Le echó un rápido vistazo a Jean, y luego respiró hondo, preparándose para lo que iba a decir.
-Esto es muy difícil para mí, hija mía…pero creo que ya es la hora de que lo sepáis…
 Hubo unos instantes en los que imperó un silencio intrigante. Hasta que la reina lo cortó diciendo.
-Será mejor que vaya al grano…hace dieciocho años…poco después de que naciera Inés…tuve una aventura. Con este hombre.-Dayana señaló a Jean con la cabeza.
 Nereida abrió mucho los ojos, sorprendidísima. No dijo nada todavía, pues prefería esperar a que su madre terminara lo que tenía que decir. Porque no había terminado, ni mucho menos. La muchacha se frotó las manos, muy nerviosa.
-¿A dónde queréis llegar madre?
-Pues que mi marido no era vuestro padre, Nereida. Vuestro padre es este hombre, Jean Baptiste.
-¿QUÉ?-Nereida giró la cabeza ipso facto mirando a Jean, quién le dirigió un gesto de asentimiento.-No…no puede ser. ¿Estáis segura?
 -Completamente. No tenéis más que mirarle. Sois igual que él…
-¿Por qué no me lo habéis dicho antes?-dijo Nereida con un hilillo de voz. Parecía a punto de llorar.
-Porque si Raimundo se hubiese enterado de esto, vos no habríais nacido, Nereida.
 Nereida miró a sus padres muy nerviosa, negándose a creer lo que acababan de decirle. Entonces, sin poder evitarlo, perdió el control y rompió a llorar desconsoladamente, saliendo del despacho.
  Cuando se quedaron solos, Jean suspiró:
-No sé qué decir, la verdad.
-Dadle tiempo. Ella es muy joven e inocente aún, al final acabará asumiéndolo.
-Espero que sí.
-Ah, y quiero que me prometáis una cosa.
-¿Qué cosa?
-Quiero que la protejáis-dijo Dayana con firmeza.
-¿Protegerla?-Jean parecía sorprendido.
-Sí. Protegerla de cualquier peligro, vos sabéis perfectamente a lo que me refiero.
 Jean miró durante un rato a Dayana sin decir nada. Luego, se levantó, y haciendo una reverencia dijo:
-Lo haré. Protegeré a mi hija cómo sea.-Jean lo decía de corazón, deseaba conocer a su hija,  y además era un hombre de palabra.
-Muy bien. Me alegro mucho. Y ahora sentaos de nuevo, que tengo que hablar con vos de un asunto muy importante…

 Nereida salió llorando del despacho y regresó a las cuadras. Allí se sentó en la paja. Se abrazó a sí misma y se echó a llorar con más fuerza todavía:
-Vaya, vaya, ¿se puede saber qué os ha pasado?
  La joven levantó la cabeza para ver quién le había hablado. Cuando le vio, frunció el ceño y espetó con una grosería muy impropia de ella:
-Idos al infierno, Julian.
-Acabo de salir de él-dijo el muchacho, burlón.- ¿Se puede saber por lo qué lloráis? Se os ve fatal, casi tanto como…
-¡CALLAOS! ¿Es que todo os tiene que recordar a esa noche?-Nereida se levantó, dispuesta a alejarse de él, pero Julian le agarró de un brazo, con una sonrisa pícara en el rostro:
-¿Quién os ha dicho que fuera a mencionar esa noche? Vos lo recordáis a cualquier hora, yo no he sido quién os ha…
  De repente el joven tuvo que llevarse las manos a la cara. Nereida le había pegado un bofetón muy fuerte, tal que tenía la mejilla roja. Entonces la soltó.
-Veo que os estáis volviendo toda una fierecilla.
-De eso nada. Lo único que pasa es que me estabais tocando las narices, eso es todo.-dijo Nereida, recuperando de repente su compostura habitual. Se limpió las lágrimas y sonrió con frialdad.
-¡Mujeres!
-Lo que vos digáis…lo que vos digáis. Bueno, será mejor que me vaya. ¡Divertíos por palacio y no se os ocurra armarla por ahí con demasiadas mujeres!-dijo Nereida saliendo de las cuadras con una sonrisa fingida.
 Había decidido que no iba a permitir que aquel joven la hiciese perder los nervios. Iba a ser fuerte, y no iba a derrumbarse. No podría librarse de él, pero al menos no permitiría que le pudiese de los nervios. Cuando se marchó, se sintió un poco mejor. No sabía de dónde había sacado esa fuerza, pero de hecho la tenía. Eso era, sin ninguna duda, un pequeño consuelo. Algo a lo que aferrarse…
 
    Aquel día se le hizo a Anne muy largo. No tenía ni idea de por qué, pero últimamente tenía más sed de la cuenta. Deseó de todo corazón que aquello no tuviese nada que ver con el hecho de que se pasase todo el santo día rodeada de seres humanos.
 Aunque quizás se debiese al hecho de que se alimentaba sobremanera precisamente para eso, para poder vivir entre humanos sin problemas. Su creador le había dicho eso, que la sobrealimentación provocaba un enorme alivio al principio, pero al cabo de poco tiempo regresaba con más fuerza que nunca. Tenía que aprender a ejercitar el autocontrol.
   Pero cuando supo que todos estaban dormidos, se retrasó. Tenía curiosidad por comprobar una cosa. Se paseó por cada uno de los aposentos de palacio, observando cómo dormían todos. Los seres humanos eran extraños cuando dormían, pensó la joven. Pero parecían tener tanta paz…Anne echaba de menos eso a veces, aunque cada vez lo hacía con menos frecuencia.
 Pero siempre le gustaría eso de contemplar dormir a los seres humanos. Sobre todo la de los rostros amados, su madre, sus hermanas, sus amigos…
 Finalmente se detuvo en los aposentos del invitado, aquel conocido a quién Nereida tenía tanta rabia. Anne, como el resto de sus hermanas, se moría de curiosidad por saber qué es lo que había pasado entre esos dos. No parecía nada romántico.
 Entró disimuladamente en los aposentos y se inclinó junto al muchacho, que dormía a pierna suelta, con su rostro en calma, murmurando algunas cosas en sueños. La verdad es que era un muchacho muy hermoso. Y su sangre…no estaría nada más probarla, la verdad. Es más… ¿por qué no probar un poquito? Anne conocía un modo de probar un poco de sangre sin que la víctima se diese cuenta. Un poquito, nada más.
 La princesa colocó un dedo sobre el cuello del muchacho, y con una de sus largas uñas le hizo un corte en el cuello, haciéndole una pequeña herida de la que enseguida manó la sangre. La joven acercó sus labios al cuello del muchacho, y comenzó a chupar la sangre de esa herida. Así, sin morder, podía probar un poco de sangre sin tener que matar al muchacho o convertirlo. Aunque sólo podría ser un poquito, sino se daría cuenta.
 Poco después se obligó a parar. Se relamió la sangre y sonrió. Tal como imaginaba. Su sangre estaba deliciosa, era una de las mejores que había probado. No era la mejor, pero no estaba nada mal.
 Pero allí había algo extraño. En su sangre había un regusto extraño, que no tenía nada que ver con el exceso de vino (qué lo había). Era como si algo en su sangre demostrase algo de él…aunque Anne no sabía el qué.  Había algo extraño en él.
 Anne se miró al espejo durante un momento para limpiarse el hilillo de sangre que le caía de la boca y luego se marchó de caza, prometiéndose que vigilaría al chico más de cerca.
  Pasaron unas cuantas semanas desde la boda de Angélica y de Enrique. Las chicas recibían cartas de su hermana casi a diario, aunque todavía era muy pronto para que la muchacha hiciese una visita.
 Poco después de la luna de miel recibieron una carta que las llenó a todas de alegría, aunque a decir verdad la que más se alegró fue la reina Dayana. Lo había logrado muy pronto, y eso era algo muy pero que muy bueno.
 Angélica estaba embarazada.                                                                                                                                


                                                                                                                   


No hay comentarios:

Publicar un comentario