martes, 4 de enero de 2011

Prólogo: Santuario


Creo que ya es la hora de que comience a narrar esta historia, la historia de mi larga vida. No es que me agrade mucho hacerlo, la verdad, porque una angustiosa tristeza se me sube a la garganta y me recorre por entero cada vez que rememoro lo que ha sido mi vida. He cometido tantísimos errores... y he arruinado tantísimas vidas...
 Pero ya es demasiado tarde para corregir mis errores, así que tal vez me sirva de algo contarlo. El hecho de reconocer los errores de uno mismo ya es algo, ¿No creen? ¿Y de qué me serviría? No lo sé, la verdad, pero espero de todo corazón que me sirva de algo. Así que aquí estoy, al final de mi vida y encerrada en una lúgubre habitación con una vela encendida y la belleza perdida, mientras escribo estas palabras.
  Mi nombre es Dayana Castillo Dalma, aunque mi apellido de soltera fue simplemente el de Dalma. Mi difunto esposo era el rey Raimundo Castillo de Vergalda. Dios, qué recuerdos...
 Ay Raimundo, dios mío, si me vieras ahora...es probable que dentro de poco me reúna con vos allá dónde estéis, así que deseo de todo corazón que para entonces podáis perdonarme, en aquel reino encantado que es el reino...
 Bueno, pues todo comenzó aquel amanecer de 1632. Aquella mañana ya me había puesto mi capa negra y mi vestido azul y había salido de casa como si fuese un fantasma, sin que nadie me oyese. ¿Qué por qué había salido? Pues porque no me daba la gana de dormir y no quería perderme el amanecer en el refugio secreto que había convertido en mi amado santuario...
 Era algo que solía hacer todos los días...pero ese pequeño detalle no viene a cuento ahora, por descontado.
 Lo que veía mientras salía de mi humilde hogar y caminaba por la calle era maravilloso, algo que aún hoy recuerdo con una deliciosa nostalgia. Ante mí veía pasar las manciones que tanto se parecían a la mía, presuntuosas pero sin llegar aposeer el lujo aquel que tenían las ganas de la  verdadera aristocracia, de los que poseían aquel poder que yo tanto anhelaba...
 Y a medida que caminaba las casas se iban haciendo cada vez más y más humildes hasta convertise en las chozas inmundas en las que vivían los campesinos.
 En contra el paisaje era espectacular. Había flores por todas partes, algunas cultivadas por los mismísimos campesinos y algunas niñas bien. Había muchos árboles y una vegetación muy rica, y limpia sobre todo.
 El frío del amanecer no me molestaba lo más mínimo, me frotaba las manos y lo miraba todo con una sonrisa, mientras caminaba a paso rápido.
 La ciudad dormía aún, un silencio sepulcral invadía el pueblo por entero. Es más, creo yo que lo único que se oían eran mis pasos, llenos de aplomo y de seguridad.
 No tardé demasiado en llegar al pueblo, y en llegar al terreno virgen que había detrás, jsutamente al salir por el este de la ciudad. Al oeste vas camino al siguiente pueblo...pero por dónde yo iba no había más que un valle verde  en el que transitaban unos pocos animales y dónde unos pequeños y bonitos riachuelos se cruzaban a menudo en mi camino.
 Y llegué hasta el oscuro bosque, dónde me perdí como si fuese una sombra. Era algo estupendo, por todo el camino sentía la frescura del amanecer y me encantaba, lo saboreaba con gusto y todo.
 Entonces llegué al gran roble que se alzaba al este del bosque, en un camino lleno de curvas, de arbustos espinosos y de flores misteriosas y desconocidas.
 Allí hice algo que tuve la suerte de que nadie me viera hacer: abrí una pequeña tapa de madera que cubría el pie de´un enorme roble, dejando un enorme hueco que dejaba paso a un cuerpo como el mío, y por ahí me metí.
 El pasadizo era oscuro y un poco apestoso, ya que seguramente una gran cantidad de animales habría vivido allí en el pasado, pero no me importó lo más mínimo. El sonido de mis zapatos resonaba por el túnel y espantaba sin duda a los pocos animalitos que quedaban por allí. Hacía un poco más de frío, así que me arrebujé algo más en mi capa negra.
 Finalmente vi la luz y salí del túnel, llegando a mi maravilloso santuario.
 Caminé lentamente observándolo todo fijamente, aunque ya me lo conocía de memoria.
 Era un paraje la mar de tranquilo, en el que reinaba un silencio sepulcral y en el que la oscuridad ya comenzaba a desaparecer.
 A mis pies pisaba una tierra tan suave como la arena, lo que me decía que allí no había habido nadie más que yo. Era algo magnífico, más adelante te podías encontrar algunos árboles pequeños que con su sombra te ofrecían el refugio que no te daba el techo de un hogar.
 Era como un pequeño trocito del Paraíso en la Tierra, había flores blancas y rojas por todas partes y un montón de recovecos en los que podías meterte, explorarlos, correr entre ellos jugando o incluso tumbarse, cerrar los ojos y pensar.
 Pero desde luego, eso no era lo mejor de todo.
 Ni la deliciosa brisa que acariciaba mi piel y mis cabellos rojos, ni la extraña música que constantemente creaba el vuento, música celestial, y que espantaba ahora al silencio sepulcral (he de reconocer que el silencio total me aterraba a veces, me recordaba a la muerte, ay...) incluso los animalitos que a veces se acercaban a mí. Ni siquiera estar en un lugar en el que todo era hermoso y exquisito, dónde a veces me pinchaba con rosas rojas como la sangre o blancas como la luna.
 No, desde luego que no. Lo mejor de todo aquello era acercarse al borde del alcantilado y observar cómo a tu alrededor la oscuridad iba desapareciendo...y con la espectacular vista que se me ofrecía desde arriba.
 Las pocas nubes que había en el cielo, moteadas de un delicioso color púrpura, adornaban el cielo, y el sol se asomaba poco a poco desde las montañas, una pequeña luz que parecía una estrella. A lo lejos se veía el mar, puro, limpio, y sobre todo, inacabable. Las estrellas de la noche iban desapareciendo y poco a poco hasta llegar a un azul completamente límpido, libre de nubes y de cualquier otra cosa...solamente alumbrado por la luz del sol. Y allá abajo del borde del alcantilado en el que yo estaba había unos caminos serpenteadps y unos lugares que se asemejaban peligrosamente a algo que yo había visto antes, hacía mucho tiempo ya...
   Cada vez que veía ese amenecer me sentía libre, lejor del mundo, llena de aquel poder que siempre ansié, al ver todo aquello ante mí, aquel que siempre ansié tener.
 Era el único momento del día en el que podía sentirme llena de paz, en el que mi corazón podía librarse de todo aquello que le atormentaba...
 Me daba incluso esperanzas, porque era el comienzo de un nuevo día, una nueva oportunidad para perseguir mis sueños. Me daba fuerzas para seguir, sólo me bastaba recordarlo para no echarme atrás.
  Viví muchos momentos de felicidad en esta vida, pero aquellos momentos eran sin duda los únicos en los que sentía una auténtica paz.  Espero recuperar, cuando me muera, semejante paz.
 Ahora, que tras esas montañas, ese mar y tras todo lo que veía, había algo más. Un camino nuevo se ocultaba tras aquellas montañas y yo, en el fondo de mi corazón, deseaba poder cruzar más allá, saber qué es lo que se escondía tras mi santuario.
 Recorrer un camino peligroso.. Pero un camino...elegido por el destino.
 Aquel día de verano no me paré a reflexionar acerca de aquella pregunta. Simplemente disfruté de un momento perfecto. Cerré los ojos, junté las manos y luego esperé a que temrinara el alba.

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